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| Fotografía: José Ángel Hernández |
- No estudies filología -me aconsejó Reyes Pejenaute, que en paz descanse. La mejor profesora de Lengua Castellana que tuve, una persona increíble. Era inevitable que cuajase una profunda amistad.
- ¿Por qué? -Le pregunté.
- Para que siempre sigas escribiendo. -Respondió.
Se puede enseñar a leer haciendo aborrecer la lectura. Se puede ser doctor sin escribir un verso o sin pasar del primer endecasílabo. Pero también se puede preservar la propia creatividad sin rehuir la academia, como es obvio. Ignoro las razones que motivaban ese consejo, pero intuyo que, en mi caso, no le faltaba razón.
Leer, leer y leer poesía (no sólo acerca de ella). Cultivar el oído (la memorización es de gran ayuda). Pensar. No concibo una poesía que no se fundamente en la contemplación y en la reflexión, que no asuma el pensamiento de su tiempo, siempre en diálogo con el que lo precedió. Comprender. Somos seres sociales. La realidad nos constituye en cierta medida. Los anhelos nos mantienen vivos. Estos son algunos requisitos mínimos que exige la poesía. No se trata de un currículum, ni de superar unas pruebas, ni de acercarse a un grupo que sancione.
La poesía no se alcanza nunca definitivamente. Quien se lo crea, está perdido.
He hablado de algunos requisitos, no de recetas ni de fórmulas, pues sería absurdo. No entraré en los requisitos personales, aunque parece razonable pensar que ciertas capacidades (empatía, sensibilidad, lucidez...) pueden coadyuvar a desarrollar una mirada poética de alcance.
Así pues, quizá debiéramos sugerir algo de lo expuesto a los jóvenes que alegre o tristemente se dispongan a escribir poesía. Hoy es muy fácil hacer público un escrito. Incluso publicar libros, especialmente si tienes seguidores. Quizá por eso se hace más necesario que nunca discernir. No es cuestión de elitismo, sino de criterio. No hay diplomas que acrediten un recorrido. El esfuerzo es permanente.
Ánimo. Se trata de la poesía, no de sucedáneos.

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