Mira, éste es el brezal. Allá en la niñez lo prefirió tu imaginación, no dudando, ¿cómo dudaría de su imaginación el niño?, que el brezal fuese sino como tú lo creaste, con aquella mirada interior que puebla a la soledad, visto así definitivamente. En las páginas de un libro te sorprendió la palabra, y de ella te enamoraste, asociándola con las ráfagas del viento y de la lluvia por un cielo nórdico desconocido. La visión era real, cierto, toda campo denso, profuso, misterioso; pero en ella, como en un sueño, no había color alguno. El color había de añadirlo el tiempo, cuando bajo cielos ajenos, cansado y aburrido, viste un día aquella paramera cubierta de matas de un hosco verdor, que el verano florecía de glóbulos morados (no había allí brezo blanco), para que el otoño luego los tornase rosáceos, hasta que ajados poco a poco, mezclaran al verdor básico un pardo monótono y tristón. Entonces comprendiste cómo es vívida la realidad creada por la imaginación, y cuánto puede añadir ésta a lo leído, por tenue que sea la trama sobre la cual ella se aplica y opera. El tiempo, aunque pusiese color, quitaba encanto, y mucho tiempo había pasado ya, al confrontar la realidad íntima tuya con la otra. Tantas cosas como el brezal pudo decirte antes, y ahora que lo tenías allí estaba inexpresivo y mudo, ¿o eras tú quien los estaba?, porque el brezo es planta de parajes desolados y solitarios. Entonces, tras de una ojeada al campo y al cielo, acordes en su arisca apariencia, con una complacencia vaga, más que por el problemático encanto del brezal, por la constatación de que al fin la contemplabas, pasaste desilusionado por sus flores fronterizas entre el verano y el otoño. Y te decías que cuando la realidad visible parece más bella que la imaginada es porque la miran ojos de enamorados, y los tuyos no lo eran ya, o al menos en aquel momento. La creación imaginaria vencía a la real, aunque ella nada significara respecto a la hermosura del brezal mismo, sino sólo que en la visión infantil hubo más amor que en la contemplación razonable del hombre, y el goce de aquélla, por entero y bello, había agotado las posibilidades futuras de ésta, por muy reales que fuesen o pareciesen.
Ocnos
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