Mi infancia son recuerdos de un patio con gravilla. Gritos desaforados. Mucho viento. La inminencia de un timbre. Los zapatos demasiado justos. Y algo más. Qué. Una pelota. De plástico anaranjado, o de cuero muy frágil, casi descosida.
Yo no sabía, por entonces, que a la pelota debía llamársela balón. Además, como estudiaba francés en el colegio, semejante mote me habría parecido una blasfemia o una concesión algo afeminada. Y en la escuela, señores, había que ser macho. Había que ser tan macho, tan rabioso y tan bestia, que el balón, no sé si me comprenden, de ningún modo podía ser masculino.
A mí, qué quieren que les diga, el fútbol me salvó de muchas cosas. De ser el púber tísico, aspirante a poeta, al que todos martirizan en el patio. De no poder intercambiar más de tres o cuatro gruñidos vagamente sintácticos con la mayoría de la especie masculina; esa especie brusca y hermética con la que rara vez conseguía encontrarme cómodo. El fútbol me salvó, también, del riesgo de ignorar el cuerpo, tendente como era a elucubrar y a soñar despierto. El fútbol me enseñó que, en la vida, si uno echa a correr debe hacerlo hacia adelante. Que a la belleza, casi siempre, le ponen zancadillas. Y me enseñó, desde luego, que no conviene hacer la guerra solo, y que el enemigo, ay, es siempre demasiado parecido a nosotros. Cada vez que me preguntan qué habría sido de mí de no ser escritor, cuando estoy a punto de responder que nada en absoluto -un escritor de veras, como sabía Rilke, es incapaz de imaginarse un destino distinto a la escritura-, me viene a la mente un sueño infantil que duró algunos años. De modo que carraspeo, sonrío y replico: quizás habría sido futbolista.
Una de las cosas que más nervioso me han puesto siempre, al discutir sobre fútbol, es esa batería de lugares comunes que tienen más o menos que ver con la virilidad de los jugadores. Esa extraña regla de tres inversa por la cual, para los madridistas, Geremi es más digno de respeto que Guti; o por la cual, para poner un ejemplo de la otra acera, a Luis Enrique le tienen más paciencia que a Rivaldo. Lo mismo sucedía en Argentina -y me temo que seguirá sucediendo siempre, en todos lados- cuando yo era un niño, hincha febril de Boca Juniors, y tenía que soportar las críticas que casi cada domingo recibía mi jugador predilecto: Carlos Daniel Tapia, el Chino Tapia. Un futbolista exquisito, zurdo, pequeño de envergadura pero con esa electricidad diabólica que sólo tienen los mediapuntas para pensar y decidir entre un campo de minas. El Chino Tapia era audaz en la conducción, visionario para los espacios y, sobre todo, generoso en el último pase. Solía regatear hacia el interior y entregar el balón afianzando el tobillo, cortando la pelota, colocando el pie muy paralelo e irguiéndose de súbito. Una maravilla, no sé si lo están viendo. Tampoco era raro que el Chino Tapia marcase algún gol de falta o en una imprevista jugada personal. Y, sin embargo, domingo tras domingo, uno tenía que soportar que sus mayores exclamaran: ¡Tapia, parecés una bailarina! O, infaltablemente, si algún toque genial no prosperaba: éste es un maricón, carajo .
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