domingo, 19 de agosto de 2012

El reto poético de la canción






En la soledad de la ciudad industrial superpoblada, el verso escrito se desembaraza de las pervivencias de la métrica antigua y de la rima favorable al canto. Su nueva libertad se mide no sólo en relación con los recursos rítmicos —los pies— y con las formas estróficas recurrentes que comparte con el canto y con la danza, sino también con respecto a los significados habituales de las palabras. Al asociarlas según leyes no explícitas, evoluciona hacia un espacio situado más allá del lenguaje común y de la música conocida. Sin embargo, los poetas se obstinan en tender el oído hacia el horizonte de un improbable auditorio, como si estuviese a punto de producirse una consonancia inaudita, como si el canto comunitario debiera regenerarse en el extremo mismo de su imposibilidad. El verso libre busca su objeto más allá de sí mismo, arrastra el pensamiento a una danza de figuras no ensayadas. (…)



En este contexto asistimos hoy a una recuperación consciente de las idílicas relaciones entre poesía y canción. Muchos poetas se dejan atraer inevitablemente por el magnetismo de las ondas, mientras algunos cantores aspiran a recobrar el lauro de Apolo puliendo versos en sencillos formatos acústicos internacionales. Hay algo inquietante en esta connivencia aparente, como si se nos estuviese ocultando una parte de la verdad. No resulta del todo verosímil el canto que se alza como si nada hubiera ocurrido durante milenios, recuperando de golpe la oralidad primitiva por medio de las últimas tecnologías, obviando el laborioso trabajo de músicos y poetas que han transformado los antiguos moldes de las lenguas indoeuropeas, y sin necesidad de cuestionarse la naturaleza de la vis sonora que revigoriza el mercado de la canción en la era electrónica.



Bob Dylan con el poeta Allen Ginsberg en Nueva York, en 1964.
/ Douglas R. Gilbert



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