El giro. De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear
el mundo moderno
Stephen Greenblatt
Traducción de Juan Rabasseda
y Teófilo de Lozoya
Crítica. Barcelona, 2012
Uno de los aspectos más patéticos de la experiencia humana es nuestra ignorancia de las verdaderas consecuencias de nuestros actos. Emprendemos un viaje, abrimos un libro, entablamos una conversación, y en un futuro imprevisible ocurrirán eventos que determinarán la suerte de nuestros descendientes. Así lo entendió Pascal, quien declaró que si la nariz de Cleopatra hubiese sido más chica, el aspecto de la tierra entera hubiese sido otro.
Un helado día de enero de 1417, un hombre joven, regordete, de ojos vivos y protuberantes (si la miniatura que lo retrata en su traducción latina de Jenofonte es fiel) cruzaba a caballo una zona montañosa del sur de Alemania. Su meta era (probablemente) el monasterio benedictino de Fulda, fundado en el siglo ocho por un discípulo de San Benito, y su misión descubrir en los enmohecidos recovecos del monasterio los libros de olvidados autores paganos. El nombre del joven era Poggio Bracciolini y su patria Florencia, donde sus amigos, grandes lectores como él, seguían la tradición iniciada por Petrarca casi un siglo antes de buscar en los basureros eclesiásticos las obras maestras de la antigüedad griega y latina. Así Petrarca había rescatado del olvido la monumental Historia de Roma de Tito Livio, varios discursos y cartas de Cicerón y la obra poética de Propercio. Poggio esperaba emular a su maestro.
En Fulda, Poggio fue recibido con cautela, pero, gracias a sus cartas de recomendación, se le permitió consultar el grueso catálogo de la biblioteca abacial. Para apaciguar la desconfianza del bibliotecario, pidió consultar primero el manuscrito de uno de los padres de la Iglesia, Tertuliano, pasando así de las obras canónicas a las paganas. Descubrió así un poema épico de Silio Itálico, de quien sólo se había conservado el nombre, una importante obra sobre la astronomía, de Manilio, autor de quien ni el nombre había sobrevivido hasta entonces, y un largo fragmento del historiador Amiano Marcelino. Por fin, vio que el catálogo mencionaba una obra del filósofo y poeta Tito Lucrecio Caro, De rerum natura, Acerca de la naturaleza de las cosas, escrita probablemente hacia el año 50 antes de Cristo. Ovidio, Cicerón y otros más lo mencionaban con admiración en sus escritos, pero ni un solo verso había llegado hasta el siglo de Poggio. Con el resignado permiso del bibliotecario, el joven literato ordenó al escriba que lo acompañaba que hiciese una copia.
Aquí comienza lo que es para Stephen Greenblatt, erudito e imaginativo conocedor del Renacimiento europeo, uno de los capítulos fundamentales de nuestra historia intelectual. Con la obra maestra de Lucrecio, Poggio rescata para su época (y para las sucesivas) una fundamental reflexión acerca de nuestro universo, peligrosamente subversiva para los lectores de la católica Europa del siglo quince, y asombrosa premonición de las teorías astrofísicas de nuestro tercer milenio. En De rerum natura, Lucrecio declara que el universo, y todo lo que éste contiene, está hecho de partículas minúsculas siempre en movimiento, y que los dioses imaginados por los poetas no son necesarios para que ese universo exista. Platón había hecho decir a su Sócrates que la imaginación poética distrae de la percepción veraz de la realidad; Lucrecio retoma esta observación y la transforma en una rigurosa exigencia que precede y amplifica el ateísmo darwiniano de Richard Dawkins y tantos otros científicos de nuestros días.
En su tiempo, Lucrecio fue juzgado por sus lectores más un poeta virtuoso que un científico lúcido, un filósofo epicúreo en el verdadero sentido de la palabra (y no en la denigrada aceptación que damos hoy al epíteto). Quince siglos más tarde, en la época de Poggio, su visión del mundo alentó a artistas como Sandro Botticelli y sus propósitos aterraron a los teólogos del Vaticano, quienes condenaron su libro al Index. Como tantas otras obras prohibidas, De rerum natura sobrevivió a las llamas y, más tarde, su autor fue reconocido como el padre de una larga línea de científicos, desde Galileo, quien lo estudió detenidamente, hasta Newton, Darwin, Freud y Einstein, quienes alabaron su justeza y su intuición.
Lucrecio sirvió de inspiración a numerosos escritores y filósofos. En 1989, un bibliotecario de Eton College compró, por apenas 250 libras, una edición de De rerum natura impresa en 1563. Bajo la firma que hacía de ex libris, el bibliotecario descubrió otra, de un dueño anterior. En la tercera página de guarda, este antiguo y entusiasmado lector de Lucrecio había escrito: “Puesto que los movimientos de los átomos son tan variados, no es imposible que se hayan juntado alguna vez de esta manera, o que en el futuro volverán así a juntarse, dando nacimiento a otro Montaigne”. Lucrecio fue, para Michel de Montaigne, una suerte de hermano espiritual.
La feliz y convincente tesis de Greenblatt es que lo que llamamos Renacimiento o “Temprana Modernidad” empieza con el descubrimiento hecho por Poggio. Por supuesto, no sabemos si, de no haber existido la posibilidad de leer nuevamente el De rerum natura, Montaigne hubiese reflexionado de la misma manera acerca del sentido de la vida, Botticelli hubiese pintado su Primavera, Galileo hubiese descrito un universo unificado y autosuficiente, Einstein hubiese tratado de definir esas minúsculas partículas de las que estamos hechos nosotros y los gusanos y las estrellas. El hecho es que gracias a un joven lector empedernido, el De rerum natura existe y Lucrecio continúa conversando con nosotros, y sus versos nos ayudan a examinar, con algo más de sabiduría y de audacia, la asombrosa existencia de eso que llamamos mundo.
Alberto Manguel, El País, 8-9-2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario