Vi a Germán Coppini en una de sus últimas actuaciones, allá por julio, en Madrid, que dada la velocidad con la que se ha movido el tiempo, impulsado por premuras más o menos acuciantes, parece ya una eternidad. Eran fiestas en Vallecas, territorio extraño, límite de algo, puerta abierta de la ciudad hacia los confines de la nada.
“Todo fluye”, escribió Heráclito, queriendo indicar, así lo interpreto, que todo cambia y nada permanece, ni en su aspecto externo, ni en ese fondo líquido de su interior. Cambia la percepción que tenemos de las cosas del pasado desde este presente que vivimos, sin habitarlo del todo, por desconfianza, tal vez por miedo. Cambia, porque nada es como era, ni siquiera lo que fue, pero, desde nuestra atalaya, apenas lo notamos. Algunos, por interés, cambian su memoria; pero, en general, la memoria nos cambia. No somos lo que creíamos que éramos. Tampoco somos lo que creemos que somos. Y lo sabemos.
Coppini pertenece a esa época, idealizada y mitificada, llamada “movida”, en femenino. Los que la vivimos allí donde surgió y tuvo repercusión, aquellos años en Madrid, sabemos que no fue fruto de la desesperación de una sociedad harta de sufrir al dictador Franco, una vez él descompuesto antes de muerto, sino el intento de imitar lo que en otros ámbitos y países se venía haciendo. Tampoco los integrantes de los grupos, que en aquellos años llamaron la atención de jóvenes, y no tan jóvenes, idealistas, traficantes de sueños, militantes de la utopía, formaban parte de aquellas vanguardias sociales destinadas a transformar el mundo y el ser humano. Aquellas banderas se rompieron con el primer vendaval democrático, los ideales de justicia y transformación se derrumbaron, como torres huecas, cuando les golpeó la realidad. Todo lo que se creó, pensando que la revolución era posible, se fue por el sumidero de la desilusión, entre jeringuillas y basura.
Malos tiempos para la lírica.
Queda la música. “Siniestro Total”, con Coppini, fue el mejor grupo de la época, en mi memoria desde luego. Cantaban, no solo por amor a la libertad, sino para desenmascarar las mentiras que la propia libertad guardaba en su interior. Luego se vio, vamos viendo, que en el edificio de la libertad hay escaleras, pisos, áticos, como hay sótanos y celdas de castigo, con licencia para matar.
Había algo en aquella época, que nunca ha vuelto. Era el afán por ser cada cual como quería ser, rompiendo con las reglas heredadas de los padres, de los rígidos colegios privados, de las carreras universitarias anticipadas desde el nacimiento. Era el deseo de ser diferente, de hacer lo contrario de lo que se ordenaba. Fue, en definitiva, un intento de liberación, que duró lo que duró; y sin embargo sigue presente,
Todo fluye; de otra manera. La última vez que vi a Germán Coppini, en Vallecas, cantando temas de “Golpes Bajos”, volví a ser joven. Y eso se agradece.
Publicado en El Diario Vasco, 6-1-2014
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