Comentaba un conocido, llegado de una pequeña capital de provincias, allá donde traza el Duero curva de ballesta, como escribió Machado, que en el País Vasco se siente y se huele el rencor. Me extrañó su apreciación; pero, más tarde, tuve que confesar que, inmersos como estamos en los asuntos cotidianos, apenas tenemos tiempo de reflexionar sobre los mismos. Me acordé de una apreciación realizada por un buen profesor de literatura, el cual afirmaba que no bastaba con leer, sino que, además, había que repensar lo leído, hasta dar con las claves que permitieran esclarecer el texto. Quería decir que desde fuera todo se ve de distinta forma.
El rencor es amigo del odio y hermano del resentimiento. El rencoroso es un desdichado que supone que hay alguien en este mundo culpable de su desgracia y causante de su daño, con quien entrará tarde o temprano en colisión. Lejos de mantener en silencio dicha pugna, el rencoroso lo irá proclamando a los cuatro vientos, intentando, de ese modo, crear a su alrededor una corriente favorable que le exima de la pasión que lo atenaza y convierte en esclavo. No pretende tener razón, le basta con que se la concedan, como a locos o borrachos; ni desea que le restituyan, en bienes, el mal que supuestamente le han causado. Quiere aniquilar, física o moralmente, al otro, a ese ser a quien acusa de su situación, y con el cual no está deseoso ni preparado para dialogar. No busca la justicia, ni la instauración de algún orden anterior, sino la venganza. No desiste, porque en su interior yace una desazón tal que, necesariamente, necesita ser alimentada, para que jamás se consuma. Quien habita en el rencor, habita en la infelicidad perpetua.
Hay que reconocer, por otra parte, que vivimos tiempos de frustración y desengaño. Lo que pudo haber sido y no fue pesa sobre las conciencias de muchos, como una losa de granito y, en la impotencia, antes de mirarse y analizar sobre la responsabilidad de cada cual en el devenir de las cosas, se mira a otra parte, buscando la causa de esa situación. Ahí, donde está el otro, el centro de las envidias, se encuentra la fuente de los agravios. Porque uno no es culpable de nada, sino el otro, o los otros. Son ellos quienes, con su pura existencia, impiden la satisfacción de los deseos.
El rencoroso, en el fondo, es un ser débil que, asustado con la vida, busca su reverso, la muerte; y antes que la alegría escoge la tristeza.
Publicado en El Diario Vasco el 10 de mayo de 2014
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