Siempre me he preguntado por qué tantos hombres y mujeres sucumben a la necesidad imperiosa de seguir el ritual impuesto por la moda, que consiste, en definitiva, en devorar el tiempo, en digerirlo rápidamente y luego, como si fuera una excrecencia, arrojarlo lejos, en alguna parte donde su visión no produzca remordimiento.
La moda sólo conjuga un tiempo verbal, el presente, fugaz y transitorio, donde cada instante dicta su ley y abre el abanico de su oportunidad. Ya lo decía Coco Chanel, que sabía del tema: “La moda se pasa de moda; el estilo, jamás”. El estilo es como el esqueleto humano, apenas cambia con la edad, y sostiene el cuerpo, toda esa maraña de nervios, músculos, como una columna maestra sostiene el edificio. Pero hace tiempo que el estilo dejó de estar de moda, y se hizo obsoleto; y los esqueletos sólo son admirados cuando se encuentran en antiguos sarcófagos.
Ir a la moda significa ir apurando el tiempo, no darle tregua, no darse descanso en busca de lo excelso o, simplemente, de la visibilidad deseada. Uno de los males que aqueja a una parte de nuestra sociedad es el miedo a la invisibilidad, a ser insignificantes, a convertirse en artículos o mercancía prescindible y usada. De ahí el afanoso, y a veces estéril, apego a todo lo que suponga novedad, la necesidad de aferrarse al momento. Quizá el objetivo de toda existencia consista en la búsqueda del reconocimiento, que toda vida sea tomada en consideración y recordada, como lo que fue o quiso ser.
A otros, sin embargo, les asalta el miedo a ser demasiado visibles. Recuerdo que, cuando de niños jugábamos al escondite, cerrábamos los ojos y nos tapábamos la cara, pensando que si nosotros no veíamos, nadie podría hacerlo. Por ello, cambian regularmente de aspecto, de costumbres y de ideas, para no llamar la atención, para no ver nada o no ver demasiado, para que no los confundan con lo que son, y los tomen y acepten, como lo que no son. La moda aúna voluntades y rechaza disensos. No es una cuestión puramente estética, es profundamente moral, porque atañe a las costumbres, a la manera de mirar a los demás y de mirarse. Pero es menos arbitraria de lo que pudiera parecer.
La moda es el presente que se niega a dejar de serlo, es la tentación de lo eterno, la inagotable fuente de la que mana el agua que riega las plantas de la juventud, el aplazamiento del dolor y lo consiguiente, la pírrica victoria sobre el olvido.
Publicado en El Diario Vasco el 3 de mayo de 2014
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