Me sorprendo a mí mismo imprecando a las autoridades habituales y maldiciendo a los veinte demonios de Malta, a la legión de ángeles y arcángeles y a las once mil vírgenes (si es que las hubo), cuando, sin haberlo deseado, introduzco un pié (el izquierdo creo), en una de las múltiples zanjas con las que han abierto la espalda de la ciudad. Una señora, de trazos juveniles y, por apariencia, perteneciente a la clase de los que han dejado de cotizar y se dedican a vivir de lo cotizado (aunque pudiera equivocarme, nunca se sabe) me advierte que es actividad común el ir haciendo hoyos en época de elecciones. “¿Para qué?”, pregunto. “Para encontrar el tesoro”, recalca ella, y se ríe con cara pícara y se va. Y me recuerda a esos niños que desaparecen de la faz de la tierra, una vez que han dejado constancia de su paso por ella, por medio de la infinitud de travesuras que han ido pergeñando. He de reconocer que la risa es contagiosa y que me pongo a reírme yo también, sin saber muy bien por qué, hasta que un señor de aspecto grave me lanza una mirada admonitoria, como dándome a entender que la risa es pecaminosa, si no es en labios de infantes, locos y orates. Me recompongo y marcho en dirección contraria, no vaya a ser que el señor, vistas las consecuencias de su mirada feroz, quiera entablar conversación y echarme un sermón reglamentario, con inicio, nudo y desenlace.
Admiro a la gente seria, quizás porque yo no lo sea, o no lo sea en grado superlativo, pero me da un poco de temor la gente que ejerce su seriedad durante las veinticuatro horas al día, y en las fiestas de guardar; la que no se relaja ni de pascuas a ramos; la que considera cualquier acontecimiento que se salga de la normalidad como una tragedia; la que analiza la realidad en términos absolutos y cree que todo puede ir a peor, en lo mejor, o nada puede ir a mejor, en lo peor (que puede ser, no lo niego); la que nunca piensa que hay actos humanos que, por ser banales (o sea demasiado humanos) son irrisorios y completamente desdeñables; la que piensa que el juego debería estar prohibido, por ser una forma de distraernos de nuestro quehacer cotidiano; la que piensa como Gil de Biedma que envejecer y morir son los argumentos de la obra.
A mí la verdad, más que serios me parecen tristes, con todos los respetos por Gil de Biedma y demás poetas melancólicos. No hay mayor antídoto contra el dolor que la risa. Y el dolor sí es un argumento de peso. ¡Vaya que sí!
Publicado en DV, el 16-05-15
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