TODOS VOLVIMOS LA CABEZA en medio del circuito. Cuando conseguíamos ser veloces demostrábamos el crecimiento, y una niña se quedó sola, mirando la lentitud de sus pies. Era como si a escondidas nos hubiese adelantado en la carrera hacia la edad adulta y esperase instalada en los días finales de la vejez.
En la adolescencia se apoyaba sobre los hombros de las amigas, y ya no pudo caminar sin sus abrazos. Las acompañantes debieron de aprender más con aquel sufrimiento pausado que con nuestra trivialidad rápida. Es tan bonita que da pena amarla, dijo algún extraño habitante de mi mente.
Los nuevos abrazos se los dio un hombre llegado de una ciudad desconocida. Él, barbirrubio y apacible, sujetaba el cuerpo de la chica durante los paseos y la imagen fue una linterna que nos iluminó los años de odios políticos. Gracias a esa luz, mi pequeño país me pareció un enfermo soleado.
Su salud se fue deteriorando y un día la vimos depositada en una silla de ruedas. El amante empujaba cuidadosamente aquella prisión de la muchacha que, con sus piernas y sonrisa inmóviles, iba al encuentro de los vecinos. Su calma brilló frente a la algarabía de los jóvenes que valíamos nuestro peso en vanidad.
Antes de esfumarse en la polvareda de la última frase, los vuelvo a ver. Vienen hacia mí con el dolor sepultado por su alegría de seres profundos.
La silla de ruedas pasa como un descanso de claridad entre las botellas rotas.
Orquesta de desaparecidos. Ed. Hiperión, Madrid, 2015
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