Los dos mundos, el interior y el exterior, huelen a otoño.
El viento, como sin querer, como si nada fuera con él, esto es sin pasión, ni odio ni violencia, ha recuperado esa inveterada costumbre que tiene de llevarse las cosas pequeñas, algunas inútiles, como las hojas y ramas muertas, y otras no, y a mí me parece que todo entre nosotros podía ser más liviano, más ligero, más llevadero por tanto. No es que sea una impresión súbita, que apareciera como por arte de magia, un ejercicio de inspiración recalcitrante, sino que aparece como si fuese un pensamiento superficial y anodino, un pequeño átomo que cae de no se sabe dónde. Tales pensamientos acostumbran a ser sumamente suspicaces e inquietos; no paran, si no es para enredar como hacen los niños. Por esa razón son más difíciles de atrapar, con la fuerza de la cabeza o con la habilidad de la mano, que los pensamientos serios y profundos. ¿Quién puede mostrarse orgulloso de su actitud circunspecta, severa y trágica, si nunca ha atravesado en el cielo las nubes, de uno a otro confín, llevado por las alas frágiles y sencillas de la levedad? ¿Quién sabrá qué es la pesadez del cuerpo, si jamás ha montado en un carrusel de feria, y cabalgado sobre un corcel de madera dando vueltas, mirando alrededor con ojos asombrados y la mente puesta en la lejanía? En ese momento se puede imaginar a sí mismo como si fuese un Gengis Khan moderno, jinete marchando veloz sobre la estepa fría, dueño del suelo que pisa, terror de sus congéneres. ¿Quién no lo ha soñado? ¿Quién no? Nadie puede saber cuál es el efecto del alcohol, si no ha bebido, a falta de amigos, en la más absoluta soledad, un buen vaso de vino o una copa de licor, en lucha consigo mismo, en un lance donde la vida y la muerte se cruzan sus armas. Como nadie puede saber cómo es el más dulce abandono, si nunca se ha acostado a altas horas de la madrugada a la luz de la luna, sobre la arena de la playa, después de haberse refrescado en el mar. Nunca adivinaríamos cómo es el amor, si, a los quince o dieciséis años, no nos hubiésemos enamorado de la débil y fea muchacha de la vecina calle, sin esperanza alguna, hasta enfermarnos. ¿Pero quién lo sabe? ¿Quién? ¿Quién sabe qué es vivir agotada la esperanza, y sin nada que esperar?
No es posible conocer el bien, si antes no se ha probado el fruto del mal.
Tal es la lección más importante que pueda ofrecernos la vida.
El mundo externo no es todo lo que se muestra, sino lo que vemos. El mundo externo pasaría inadvertido, o de otra manera, sin la familiaridad que nos proporcionan los sentidos. Pero, a veces, es imposible ver lo externo, si los ojos de nuestro interior están cubiertos de niebla. Lo externo somos los demás; nosotros también somos, en alguna medida, externos a nosotros. No hay interior sin exterior, como no hay un adentro si no hay un afuera. No hay poeta o artista, que no haya dirigido, alguna vez en su vida, su mirada hacia el exterior, hacia fuera. El interior decide la manera de mirar hacia el exterior, pero lo externo nos dice cómo tenemos que actuar en lo interno.
Señales del otoño, entre ellos la levedad, comienzan a extenderse por todas partes, especialmente en el reino de la lluvia. Vemos las gotas de agua como si fuesen intrépidos bailarines, o como caballos andaluces experimentados, brincando y jugando. Han tomado el color de la hierba, ese verde profundo que aspira a ser amarillo, pues no hay época del año que compita en levedad con el otoño. No hay otra estación mejor para la vida, y tomo la vida en su sentido más amplio, como algo que se come, se bebe y se respira. En la levedad, lo escribió Milena Jesenská, hay más verdad, más espíritu, más bienestar. Las cosas pequeñas que se lleva el viento consigo, los recuerdos ridículos que la memoria se niega a conservar, esos pensamientos inútiles que acabarán en el vertedero, no en el de la historia, sino en el íntimo, son más verdaderos, y por ello nos son más necesarios que las grandes masas y moles de piedra que adornan, es un decir, nuestras calles. A su lado, apenas son nada los recuerdos fantasmales que nos revuelven el estómago, esos grandes pensamientos que no caben en casa y para sobrevivir necesitan seminarios o universidades.
Nosotros, con nuestros sentidos, tomamos la medida del mundo, lo cual no quiere decir que seamos la medida del mundo, como creía Gabriel Aresti.
Los vascos somos de cuerpo y figura ligeros. Hemos construido bonitas y eficaces naves para dar la vuelta al mundo, y de paso traer a casa las preciadas mercancías que adornan los escaparates de nuestros comercios. Somos ligeros, como la piedra que siempre va rodando, como el río que siempre va fluyendo. Nuestras canciones son ligeras, pero por parecer sospechosa dicha ligereza, las cantamos con voz grave y profunda, en coro si puede ser. Nuestras bebidas, el chacolí y la sidra, son ligeras, pero su abuso trae como consecuencia una melopea triste e insoportable. Somos pesados de alma, graves de espíritu, por tener grises y cerradas las moradas internas, sin aire que las renueve. La falta de levedad no es siempre la no levedad, sino algo más, la incapacidad de gozar de la belleza que generosamente nos ofrece la vida.
Estamos más allá, siempre más allá de la belleza y de la vida.
Ya es hora de bajar de ese cielo a la tierra.
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