De niño leía todo lo que caía en mis manos. Cada domingo bajaba a una pequeña librería de Larreaundi a cambiar, previo pago de una peseta, el ejemplar que había terminado el lunes. Pensaba que podía leerme todos los libros, que no había ninguno prescindible, que de todos podía aprender algo. Tiempo después, los amigos, conocedores de esta debilidad, cuando tenían que deshacerse de libros, me llamaban.
Reconozco que poco he aprendido con la edad. Cedo cajas de libros y recuerdo sus títulos. Hoy he contado cuarenta ejemplares de poesía actual que saldrán de nuestras estanterías después de años de indecisión.
Voy perdiendo memoria. La semana pasada compré un clásico que ya tenía. Confío en que ellos preserven sus recuerdos.
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