martes, 31 de enero de 2012

La novela en los tiempos líquidos

Celebrados en los extramuros de la Literatura, bajo la tutela prioritaria de un pragmatismo cada vez más embriagado por las cifras de ventas, cumplen gustosos con la función que les encomienda la invisible y astuta racionalidad cultural de los tiempos líquidos: no defraudar el "horizonte de expectativas del lector" (en el lenguaje de los teóricos de la recepción) como base de cualquier éxito literario.

Tal noción de cultura justifica la alusión de Bauman en su Vida líquida a una afirmación de Hannah Arendt sobre la palabra belleza (la belleza como meta de la cultura), elegida por ella por ser el epítome mismo que desafía toda explicación racional/causal. Que un sociólogo invoque de tal forma la estética arrojada por la borda por los propios estudiosos de la novela, adquiere relevancia especial en un momento en que, por otro lado, el silencio de la crítica (véase la muy oportuna "radiografía" de la misma publicada recientemente en Babelia), no revela sino que también ella forma parte del problema. Bien porque tiene miedo de redefinir su papel en un sistema que en el fondo querría suprimirla -lo que la condena a la mala fe-, bien porque no hace nada ante la agonía del lector sólido, aquel que necesitaba sentir bajo sus pies la tierra de esa "condición humana" cuya palpitación sentíamos hasta hace poco entre nosotros, se tiene la impresión de que ni siquiera quiere salir en apoyo del novelista cuando, como en el caso de Eduardo Mendoza, este se decide a dar la voz de alarma: "La novela no ha muerto, sino el lector de novelas" (declaración del escritor catalán que Vargas Llosa glosó afirmando su inquebrantable fe en la supervivencia del género, expresada ya en 1972 a quien esto escribe en El Buitre y el ave Fénix). ¿Ahora bien, si se acepta que en efecto hay una crisis del lector de novelas, motivada por la entronización de un lector lobotomizado, incapaz ya de detectar valores literarios, qué se puede hacer?

En última instancia, solo caben dos posturas: una, la del laissez faire que hace tabla rasa de la teoría literaria, la estética y la propia tradición humanística que las inspira, a favor de esa especie de "mano invisible" que regularía la industria cultural de la novela, para decirlo en sintonía con los propios valores de la trituradora o, mejor, licuadora neoliberal. Otra, la de los que, como los llamados teóricos de la recepción, saben que entre la masa de los lectores siempre hay, desde que existe la novela, un lector especial, que está en el origen de todo novelista; y que si se anula la diferencia básica para la supervivencia de la Literatura entre el lector que solo será receptor y el lector "indignado" que más tarde será también productor, no habrá para la novela una segunda oportunidad sobre la tierra. Lectores presentes, leed como si os fuerais a convertir en novelistas, futuros novelistas, empezad por ser buenos lectores, como lo fue siempre el indignado Gustave Flaubert, que una vez le recomendó a una de sus amigas lo siguiente: "Pero no lea como leen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. No, lea para vivir. Bríndele a su alma una atmósfera intelectual compuesta por la emanación de todos los grandes espíritus".





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