Hablar con Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es envolverse en un velo de sosiego que muy pocas personas serían capaces de transmitir. De tono pausado, sus palabras se llenan de imágenes que nos acercan a lo poético, quizás porque como el propio escritor confiesa “aprendí poesía de bastantes personas que nunca practicaron la creación artística” o porque en su opinión “la poesía rebasa los límites de los géneros literarios; también las dimensiones de la literatura”.
Con varios poemarios en su haber (Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita –reunidos posteriormente en Cielos segados–, Notas del camino y Los hombres intermitentes), el poeta navarro fue durante muchos años periodista musical en Madrid, además de haber cursado diversos estudios musicales. Elementos todos ellos que le ayudaron en la escritura de La nota rota, cincuenta semblanzas de músicos de todas las épocas. Actualmente vive en la capital francesa y colabora en la columna “Radio París” para el suplemento cultural de El Mundo.
En febrero fue invitado a San Sebastián e Irún para hablar de su poesía y de una forma de entender la vida. “Busco una sencillez cuidada. Los años de estudios musicales me han ayudado a estar alerta, me han convertido en un vigilante de la eufonía literaria”. Una eufonía que buscan muchos autores a través del éxito. “El éxito me interesa mucho. Pero no me refiero al logro de prestigio o a la foto de tamaño grande en los periódicos. Para mí el éxito consistiría en llegar al final de la vida con la certeza de no haber dañado. O al menos saber, con la conciencia despierta, que no quise dañar. A cambio de ninguna recompensa celestial, por supuesto”.
Irazoki acaba de publicar su nuevo poemario, Retrato de un hilo, un libro que empezó a escribir en Benarés y concluyó al instalarse en Francia. “Algunas de sus páginas fueron compuestas hace más de veinte años. Está dividido en cinco partes (Equipajes, Calle de los viajeros, Viandantes, Lindes, Canciones extranjeras) y todas ellas se refieren al tránsito y a la extranjería. Hice un esfuerzo de depuración de estilo para resaltar los objetos humildes, a veces minúsculos, que nos transparentan y definen. De ahí el título. Como era habitual en mí antes de ser apoyado por la editorial Hiperión, dejé el poemario en alguno de los cajones de la casa. Sale ahora, mientras me entrego a otros proyectos”. Uno de estos es “una especie de continuación de Los hombres intermitentes”, un personal volumen de poemas en prosa en los que el escritor desnudaba su pasado. Se titulará Los descalzos y estará formado por cincuenta textos: “He compuesto ya treinta y siete. Si tengo la buena suerte de envejecer, estas dos obras serán completadas por un tercer volumen. El conjunto debe resumir las dos mitades, rural y urbana, de mi biografía”, apunta un autor que se considera a sí mismo “artesano de la palabra. Sobre mi mesa, solamente una hoja blanca, un cuaderno, un bolígrafo y el ordenador portátil. La mente pone su hatillo de útiles: el idioma construido por muchedumbres de personas que me precedieron, la música, unos símbolos. Aunque pase inadvertido, me gusta el amor por cada minucia”.
Defiende la utilidad la poesía, que define como “una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Y se opone “al tópico que le niega eficacia. No es útil si creemos que la utilidad tiene sólo los sonidos de nuestras monedas. Existe una manera profunda de vivir que se consigue mediante la poesía”. Una forma de entender el espacio poético alejado del refinamiento ornamental al que son asiduos muchos poetas “incluso en la culta Francia”, dice. Irazoki se toma su vida literaria con calma. “Soy lento y minucioso. Desde que escribí las primeras páginas, tuve claro que no iba a competir en ninguna prueba de atletismo artístico. Prefiero las penumbras y meditar sin prisas unas líneas. La voracidad me aburre; bostezo ante ella. E intuyo que la abundancia poética es improbable sin cierta charlatanería. Sí he conseguido redactar con bastante rapidez las columnas periodísticas, que exigen menos tensión expresiva”. De hecho, sólo considera que un texto poético está acabado cuando el poema se convierte en “el vehículo transparente de mis palabras. Los mejores poemas contienen una fuerza incompatible con el artificio. He pensado que en esa rara situación el talento del poeta radica en apartar sus tentaciones superfluas de creador. No añadir nada, no estropear la presencia nítida del poema. Ahí el mérito del autor estriba en saber ausentarse un poco”.
Alex Oviedo, en Pérgola, Bilbao.
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