Por lo demás, la conciencia de la distinción entre una ciencia puramente especulativa y desinteresada y una ciencia aplicada estaba ampliamente difundida entre los antiguos, como atestiguan las reflexiones de Aristóteles y algunas anécdotas atribuidas a grandes científicos de la talla de Euclides y Arquímedes.
Se trata de cuestiones fascinantes que, sin embargo, podrían conducirnos demasiado lejos. Ahora me interesa subrayar la vital importancia de aquellos valores que no se pueden pesar y medir con instrumentos ajustados para evaluar la quantitas y no la qualitas. Y, al mismo tiempo, reivindicar el carácter fundamental de las inversiones que generan retornos no inmediatos y, sobre todo, no monetizables.
El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo puede comprarse, es cierto. Desde los parlamentarios hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no el conocimiento: el precio que debe pagarse por conocer es de una naturaleza muy distinta. Ni siquiera un cheque en blanco nos permitirá adquirir mecánicamente lo que sólo puede ser fruto de un esfuerzo individual y una inagotable pasión. Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu.
Ya Sócrates lo había explicado a Agatón, cuando en el Banquete se opone a la idea de que el conocimiento pueda transmitirse mecánicamente de un ser humano a otro como el agua que fluye a través de un hilo de lana desde un recipiente lleno hasta otro vacío:
Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera del más lleno al más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía.
Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe.
Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo oeconomicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?).
La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Ed. Acantilado. Barcelona, 2013
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