El cerebro de Lenin es el órgano humano más estudiado en la historia de la humanidad. Fue extraído después de su muerte, durante el proceso de embalsamiento, no para averiguar las causas de su muerte (Trostky acusó a Stalin de envenenamiento), sino para demostrar científicamente que era un ser excepcionalmente dotado, lo que hoy llamaríamos una lumbrera.
Tal era su preclara inteligencia, su capacidad de anticipación a los hechos que, estando exiliado en Zurich, cuando le preguntaban cuándo sería la revolución en Rusia, él siempre contestaba que sus ojos no la iban a ver. Luego pasó el tiempo, como siempre, y los alemanes lo metieron en un tren que lo llevó hasta la estación de Finlandia en San Petersburgo. Ahí comenzó otra historia.
Dirán los apologistas que las ideas son lo más preciado de una persona, que lo otro se lo lleva la tierra, el mar o el aire. Pero, en el año 1941, ante el temor de que las tropas alemanas ocuparan Moscú y se quedaran con el cuerpo de Lenin, lo sacaron de su mausoleo y lo trasladaron a Siberia, donde permaneció por espacio de cuatro años. En su lugar colocaron un monigote de goma. Las vicisitudes de los forjadores de sueños, una vez muertos, son semejantes en todas partes.
El cerebro de Einstein fue envidiado en vida, y, más aún si cabe, una vez difunto. El científico que realizó la autopsia se quedó con él y lo guardó durante cuarenta años en un recipiente de plástico, de esos usados comúnmente para preservar la comida. De tanto en tanto, iba enviando por correo, en frascos de mayonesa, muestras de los sesos a colegas suyos, para que investigaran. Querían saber qué secretos guardaba, explicar el funcionamiento del cerebro, extraer quizás una regla universal para discernir el comportamiento neuronal.
Así pasa la gloria del mundo. Los seres que sobresalen en las diversas artes humanas son venerados, unas veces en vida, y otras, si te he visto no me acuerdo.
Es el caso de Talleyrand, tan admirado como temido en su época. Los médicos extendieron su cadáver sobre una mesa. A un lado se encontraba el cerebro, aquella víscera que, así lo cuenta Víctor Hugo, había pensado tantas cosas, inspirado a tantos hombres, conducido dos revoluciones, engañado en Viena a veinte reyes. Cuando los médicos salieron, un criado, recogió aquel órgano, sin saber muy bien lo que era, salió a la calle y lo arrojó a la primera alcantarilla con la que tropezó. Era costumbre.
El Diario Vasco, 17 de mayo de 2014
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