Dicen que en el principio era el Verbo; pero, últimamente, tiendo a creer que antes, bastante antes que la palabra, nació el gesto de la mano. Antes de que surgiera la capacidad de hablar, las manos escarbaban la tierra, buscando comida, o ya pintaban en las oscuras paredes de las cuevas animales, con los que tenían relación de odio o amor extremos. También se protegían con las manos de las inclemencias del tiempo, del sol abrasador, de la lluvia cansada, del viento incesante. Hoy en día, al encontrarnos con algún conocido, antes que nada, extendemos la mano, en señal de amistad. Y en ese gesto nos reconocen, y nos reconocemos, como seres pacíficos que no guardamos armas ni artilugio traidor. Las manos, en cierto sentido, son las ventanas que abrimos al otro; son los escultores de la amistad. Al cruzarlas con otro, unimos las vidas. Sin embargo, el trabajo manual está bastante desprestigiado. Quien lo ejerce forma parte, en nuestro imaginario, de una era antigua, que pasó sin remisión ni gloria excesiva. Ellos son escultores, hortelanos, músicos, boxeadores, ebanistas, pelotaris, aventureros, en fin, artistas. Hay algo mítico en la actividad manual. Según cuenta la Biblia, Dios modeló con sus manos la arcilla de la que estamos hechos. No se sabe, porque no se dice, qué sintió cuando el barro blando y húmedo se escurría entre sus dedos; ni cuántas veces ensayó, antes de que concluyera la prueba definitiva.
El cuerpo es un mundo y tiene sus límites, a veces definidos y, otras, sin descubrir. Gracias a las manos le damos sentido y lo traemos a la vida; lo despertamos de su letargo y amanece a la luz del tacto que tiernamente se revuelve; le damos presencia física. La caricia de la madre hace saber al niño que ambos siguen unidos, a pesar de todo; la de los amantes los envuelve en una sensación cálida y presente, ajena a los demás, sólo por ellos compartida.
Son los dedos los ojos del ciego, y lo transportan hasta la realidad de los objetos que, de otro modo, no podría definir. Los que vemos, muchas veces, cerramos los ojos para sentir, con más fuerza si cabe, el olor de todo lo que nos rodea. Así, con los párpados clausurados, incluso atisbamos, de otra manera, colores y formas, nos sumergimos de lleno para apropiarnos de la belleza cercana. Pero sólo podemos afirmar la existencia de algo, si lo alcanzamos con la mano y jugamos con él. Las manos no saben siempre lo que hacen. Los niños y niñas levantan castillos en la arena, edificios frágiles, extraños e ingenuos. La arena siempre se escapa y cae, como sucede en ciertos relojes, que grano a grano dejan huir al tiempo, sin que se sepa a ciencia cierta hacia dónde va.
Las manos que juegan son las manos que acariciarán el futuro.
El Diario Vasco, 31 de mayo de 2014
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