Atardezco con Aranguren, poeta. Me regala su último libro de poemas, magnífico, como todo los que ha escrito. Paseamos, a paso lento, casi mediterráneo. Vamos mirando a la gente que pasa, su porte, su andar, su existir. Nos alegramos de que la vida fluya, de que las gentes vayan y vengan, de que los amantes se amen y los odiantes se odien, que es lo suyo. Nos sorprendemos de cosas menudas e inciertas, que suceden sin que les demos mayor importancia: el paso ligero de un adolescente, el cansado de un anciano, el grito de un vendedor, el pequeño salto de un gorrión, las hojas que van cayendo sin saber la importancia de su acto. La ciudad, en abstracto, no es más que esa suma de pequeños detalles, sin los cuales la vida sería un poco más amarga.
Seguramente, es el paseo la forma más pobre de viaje. Para Walter Benjamin, sin embargo, era la metáfora de la propia experiencia. Uno sale a pasear, cuando lo hace solo, sin ninguna pretensión, ningún plan urdido. Sale a salir, abierto a cualquier posibilidad, a cualquier encuentro con otras personas, que son instantes que se roban a la monotonía diaria. Luego, más tarde, se recuerda cada gesto, cada baile de labios, el juego de manos; y se cuenta, no como algo anodino o superficial, un encuentro más, sino como algo que aportó el tesoro de la fraternidad.
Pasear por la ciudad no tiene ahora el significado de ver y dejarse ver, que tanto gusta a los que predican el cuidado de sí mismos y el olvido de los demás; sino el de mirar con ojos ligeros y buscar la profundidad de otras miradas. Poca gente se mira a los ojos, por pudor o por miedo a lo que el otro esconde, ni se sienta en los bancos a comentar que la tarde ha quedado bonita y que las palomas vuelan y que el viento ha quedado atrapado en una sabana.
Atardecemos Aranguren y yo en una larga travesía por la ciudad Paseamos para pensar y luego poder hablar sin prisa sobre lo pensado. Intentamos levantar las losas que aprisionan los conceptos y las dejamos abandonadas, así sin más, a la intemperie. Paseamos por placer, no por necesidad o prescripción facultativa. Coincidimos en que se está perdiendo el gusto por la palabra. Yo le regalo una: “calendario”. Él me devuelve otra: “almanaque”. Discutimos sobre la propiedad o impropiedad de cada término. No significan lo mismo, pero ambos son la mano que usa el tiempo para advertirnos. Nos demoramos. Cansados, nos sentamos en una terraza. Llueve.
El Diario Vasco, 15 de noviembre de 2014
La forma más rica, por más pobre en tan enfermizo contexto. Grandes líneas, querido amigo. Saudades de paseos por el Priorato, por Urdanibia, por Medrano, por el barrio Latino, por el Raval...
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