Éramos menos
tristes en un lugar sin belleza.
A escasos veinte kilómetros
de Lesaka, el desorden de una pequeña ciudad nos liberó de nuestros barrancos
verdes. Abandonábamos la altanería entre los robles y nos dirigíamos a un
paisaje de transportistas y aduaneros. En Irún, cualquier descampado con suelo
de ladrillos rotos era un aula de placeres. Allí sonaba una música que no era
para la fe, sino para los cuerpos. Buscábamos el mal flamenco como si fuese una
perla oculta de Mozart.
Recuerdo sus callejas con
olor de especias. Atraídos por los aromas de la gastronomía del Sur, llegábamos
a unas casas con rajaduras. Nos recibieron hombres que nos enseñaron descreimiento
y desde sus ventanas contemplamos unas ruinas rojas. Después de hablar con los
inmigrantes, nos prohibíamos la queja porque habíamos aprendido que con ellos
viajaba un dolor nómada. Nos recostábamos en sus viejos muebles de la
desobediencia.
Los jóvenes de Irún nos invitaron a compartir
sus cabañas musicales. En ellas fuimos expresando unas derrotas prematuras. Las
tardes se consumían mientras no reconocíamos más reloj que una aguja en los
surcos de los discos. Los compases de las canciones de Pink Floyd fueron
puertas batientes y la guitarra de Jimi Hendrix prendía fuego a los iconos del
blues. Una amiga pidió que escuchásemos los sonidos del saxo de un dios
mendigo: Charlie Parker. En un local iluminado con las linternas de la
adolescencia, vimos por fin un baile que no podíamos predecir. Los braceos y el
zapateado nacían de la penuria, el desarraigo, la humillación errante. Dos
mujeres me dijeron el nombre de Sabicas y Carmen Amaya. Como nuevos
trashumantes, varias sombras se encaminaban a unos clubes cercanos. A
escondidas, los campesinos descargaban su orgullo en los prostíbulos.
Las cunetas, el cieno, los
ramajes secos de Irún contenían el espejo de la diversidad que buscábamos.
Francisco Javier Irazoki (“El contador
de gotas”, Hiperión)
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