Francisco Javier Irazoki. Fotografía: Barbara Loyer.
Por Chus Sanesteban Iglesias, en Culturamas
No piensen que sólo los ojos pueden ver.
Mirad los ojos de agua, los manantiales de lágrimas de Job que pasean por París.
Poeta sin sombra, escuchador de Hallelujah, soñador de silencios… Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) nos muestra cómo rozar la exactitud.
-Su primer poemario se llamaba Árgoma . ¿A dónde nos traslada esta silvestre palabra?
-Sobre todo, al paisaje de mi infancia y adolescencia. Crecí rodeado de praderas, helechales y arboledas. Abundaba esa planta espinosa de flores amarillas. Mis primeros años fueron especialmente luminosos, pero los paisajes exuberantes no son liberadores en todas las etapas de una persona. Aquella plenitud verde se volvió opresiva. En mi juventud, cuando escribí el primer libro de poemas, identificaba las árgomas con algunas preguntas sin respuesta.
-“Escuchamos” Notas del camino . ¿Cuál es el camino?
-El libro fue el resultado de una colaboración con el fotógrafo segoviano Antonio Arenal, a quien le debo varias enseñanzas. En su masía de Tarragona todos los objetos son de gran belleza, pero la armonía debe estar al servicio de la utilidad. Esa relación de Antonio Arenal con sus objetos me ha abierto un camino poético. La eufonía, el cuidado musical en los versos o en la prosa y el amor al idioma me importan mucho, pero son únicamente ornamentos si no contienen una vivencia sincera, la duda, una reflexión.
-¿Somos los hombres intermitentes?
-Sí, en “Los hombres intermitentes”, poema en prosa que da título genérico al libro plublicado por Hiperión, describo cómo nos volvemos invisibles cuando falla la experiencia amorosa. Conocí esa desaparición y regresé a la visibilidad con un nuevo amor.
-De Los hombres intermitentes han dicho: “Me recuerdan sus textos a los poemas de Julio Cortázar.” ¿Un elogio?
-Desde luego. He disfrutado tanto con las páginas de Julio Cortázar… En especial con sus cuentos. Cuando viajo en el metro todavía me sigue viniendo a la mente el relato “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Inolvidable la destreza con que evita la linealidad temporal.
-Al referirse a esta misma obra, un lector dijo de usted: “Poeta de los ojos de agua que nos muestra la complejidad del paraíso con una sola palabra.” ¿Qué se siente al leer estas palabras?
-Gratitud y pudor. Se refiere a la palabra. Y, dejando a un lado el elogio del comentario, no sé si puede imaginar cuánta importancia tuvo cada vocablo en el ambiente de mi niñez. “La lengua debe dar siete vueltas en la boca antes de hablar”, dicen los franceses. Así vivíamos en mi familia. La palabra era una amiga y un techo de fidelidad. También una columna para sostenernos moralmente. Esa amiga de calidad no fue sólo un regalo de mi padre o de nuestros vecinos, para los cuales, sin firmar ningún papel, la palabra llevaba el peso de un contrato. Se repetía en el entorno más cercano. Después, en la literatura, he intentado la precisión. Con dificultades y modestia artesanal, por supuesto. Ser un buen escritor quizá consista en tener el talento necesario para mitigar el fracaso expresivo. Rozar a veces la exactitud.
-Gracias a usted muchos conocimos a Félix Francisco Casanova. ¿Cuál es su poema favorito del siempre joven poeta?
-A Félix Francisco Casanova se le conoce gracias al entusiasmo de muchas personas afectadas por su buena literatura. Le he sido fiel porque me gusta insistir en los placeres. Cuando depura la forma, Casanova consigue una importante complejidad. No describe sólo el primer estrato de las cosas; supera la espuma de las realidades. Me emocionan todos los textos incluidos en “Antología poética – Cuarenta contra el agua” (Demipage). Destaco dos muy intensos: uno sin título, cuyo primer verso es “A veces cuando la noche me aprisiona”, y el último que escribió, “Eres un buen momento para morirme”. Hay en ellos una soledad que nos sobrecoge.
-¿Quién debería proponerle musicalizar sus poemas para que usted dijese que sí?
-Cualquiera que tenga ganas y algo de buen gusto. Por fortuna, la altivez clasista ha muerto en el arte musical. Soy partidario del eclecticismo y gozo escuchando a compositores medievales, renacentistas, barrocos, clásicos, vanguardistas, jazzmen, flamencos, bluesmen, rockeros y otros indefinibles.
-¿Qué palabra le gustaría usar más a menudo? ¿Cuál es musicalmente la más bonita?
-Desde hace algunos años deseo una expresión que, reflejando sombras, ayude a celebrar la vida. Todavía se repite como un mantra venerable que la hondura artística está reservada a los creadores que caminan en el interior de los abismos. Me parece que de ahí han salido no pocas naderías confusas. En mi opinión, la búsqueda del malditismo es superficial y la alegría consciente es lo más profundo. Actualmente leo un volumen donde se reúnen casi todos los poemas de Eloy Sánchez Rosillo. Llevo el libro en los paseos matinales por las calles de París. Lo abro y siempre recibo un alivio suave. Me siento incapaz de elegir la palabra más bella o musical, pero las de Sánchez Rosillo son hondas. Las ha escrito un hombre que se sabe efímero y ensalza la vida en que él se consume.
-¿Podría describirnos lo que está viendo, sintiendo, escuchando…?
-Estoy sentado a la mesa. Me acompañan un cuaderno y un lápiz. Delante de mí, la fachada acristalada de la vivienda y el patio con árboles. Dos mirlos saltan sobre la glicinia. El tapicero y el músico se saludan mientras escucho las canciones del renacentista Josquin Desprez. Me siento en paz. 56 años. No soy optimista, sino agradecido.
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DOS POEMAS EN PROSA DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI
PALABRA DE ÁRBOL
No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.
CARTA A LEONARD COHEN
Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.
Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.
Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.
Los hombres intermitentes. Hiperión, Madrid, 2006
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