Conocidas las reglas, los movimientos de ciertas figuras, opté por todos los juegos. Me llamaban la atención los populares, en que éramos nosotros los que nos movíamos como nos dábamos a entender. Transformamos y adaptamos algunos, para que un compañero encontrase su sitio. Poco a poco abandonó su agresividad.
Pero no fue bastante. Estaban separados los espacios en nuestra mente. Tras consultar con mi madre, comencé a jugar a la goma, a la cuerda, a la rayuela... Pronto se fueron añadiendo otros niños. En pocos días comprobamos que a las niñas también les gustaba jugar a fútbol e incluso a rugby. El patio de la escuela, sin modificaciones físicas, pasó a ser diferente. No olvidaré nunca aquella alegría en la mirada de los compañeros y las compañeras.
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