El Baúl del desván, por JUAN GONZÁLEZ SOTO

JOSÉ LUIS SAMPEDRO Y EL ARMARIO DE CIHUELA





José Luis Sampedro nació en Barcelona en 1917. El novelista confiesa a Gloria Palacios –en José Luis Sampedro. La escritura necesaria (Madrid: Siruela, 1996)– que nació en Barcelona por casualidad. Vale preguntarse si no es así como nace todo el mundo. Pero el novelista no está aludiendo con sus palabras a un pensamiento tan absoluto; quiere referirse a una circunstancia muy concreta. Su padre era médico militar y había nacido en La Habana. Su madre era argelina. En Melilla se conocieron y casaron. De allí partió el matrimonio hacia Barcelona. Y apenas año y medio después de haber nacido el primer hijo, José Luis, la familia abandonó la ciudad mediterránea y fue a Tánger siguiendo al padre en su siguiente destino (Palabra tan rotunda y que nombrada en los ámbitos castrenses suena tan humildemente familiar, aunque no menos azarosa).
En Tánger vivió José Luis Sampedro hasta los ocho años de edad. En ese momento —es el año 1925—, el niño vuelve a la Península: sus padres le envían a un pueblecito de la provincia de Soria, Cihuela. Va a casa de una hermana de su padre, que está casada con un médico que ya no ejerce por razones de salud. Así lo recuerda el novelista:

A los ocho años me vi sumergido en la vida campesina más tradicional, asistiendo al ritmo de las cosechas y las tareas rurales. Un año entero en ese mundo, entonces incluso sin radio y sólo con la llegada del periódico, aplastado además por la sensación —injustificada en la realidad pero para mí cierta— de que había sido desterrado de mi casa, desde donde sólo me llegaban cartas y revistas infantiles que mi madre me enviaba cada semana.

En 1925, un niño de ocho años llega a Cihuela. Viene de Tánger, una ciudad que en su mente niña está repleta de coloridos y bullicios; una ciudad permisiva y cosmopolita que, aunque bajo la soberanía del sultán, está administrada por una población de origen muy variado, sobrepuesta a los marroquíes nativos. Así habla José Luis Sampedro de esa ciudad:

En Tánger viví inconscientemente, pero de forma receptiva, una multiplicidad de influencias. En el colegio tenía compañeros de distintas nacionalidades y costumbres, aun predominando los españoles. En la calle convivían tres religiones: la cristiana, la musulmana y la judía, varios idiomas, hábitos diferentes. Fui recibiendo una visión del mundo múltiple y respetuosa con las costumbres ajenas.

Quizá Cihuela pareció a los ojos de aquel niño un lugar inhóspito y desolador. El novelista dice que aquel cambio supuso un golpe de timón en su vida, que pasó de la internacionalidad de Tánger a la Edad Media peninsular.
Sin embargo, Cihuela fue para José Luis Sampedro un ámbito idóneo para el embrujo de la lectura y el hallazgo de un tiempo interior, exquisito y silencioso:

A la vez que el influjo de la vida rural experimenté el de unas lecturas inesperadas, pues en un viejo armario descubrí folletines ilustrados que empecé a devorar, desde Los tres mosqueteros y Veinte mil leguas de viaje submarino hasta Rocambole, obras de Paul Febal y otras semejantes.

Probablemente al abrir aquel armario conoció un mundo que se le venía encima y que llevaba dentro. José Luis Sampedro y un viejo armario en la humilde Cihuela del 1925; un niño y un armario mágico. Como aquel otro que unos niños abrieron en The Lion, the Witch and the Wardrobe (1950), la bellísima novela de Clive Staples Lewis que abre el ciclo narrativo Chronicles of Narnia (1950-1956). O aquel otro armario, también inacabable, enorme, en cuyo interior otros niños jugaron en Lima y que encalló en el gran silencio y fue redimido por Julio Ramón Ribeyro en un cuento inolvidable, “El ropero, los viejos y la muerte” (firmado en París, en 1972).
Apenas un año estuvo José Luis Sampedro en Cihuela: fue enviado interno al colegio del Salvador, en Zaragoza. Su tío soriano, cada vez más enfermo, murió al poco tiempo. Su tía viuda y la madre de ésta fueron a vivir a Zaragoza. José Luis Sampedro pasó de interno a mediopensionista. Pero al acabar ese curso —tal vez en el verano de 1926— vuelve a Tánger. Allí sigue hasta 1930 en que, siendo ya adolescente, toda la familia se traslada a Aranjuez.
Pero tal vez aquel armario de Cihuela le nombró una maravilla mayor en la pequeña tiniebla de su interior de madera: el sortilegio que se esconde en los libros. Probablemente José Luis Sampedro siguió llevando dentro aquel armario de Cihuela. Lo demuestra la larga lista de sus espléndidas novelas: Congreso en Estocolmo (1951), El río que nos lleva (1961), El caballo desnudo (1970), Octubre, octubre (1981), La sonrisa etrusca (1985), La vieja sirena (1990), Real sitio (1993), La estatua de Adolfo Espejo (de 1939 aunque publicada en 1994) y La sombra de los días (de 1947, pero publicada en 1994).
Y Cihuela, y quizá también su río, el río Henar, siguieron al novelista. En Aranjuez conoció a los gancheros, las cuadrillas de hombres que conducen troncos río abajo:

Cuando los vi llegar alfombrando el Tajo de troncos, aquellos hombres rudos me hicieron recordar a los campesinos de Cihuela.

El relato de la vida y vicisitudes de los gancheros siguiendo el río Tajo hasta Aranjuez es el centro y desarrollo de su segunda novela, El río que nos lleva (1961). Al menos dos personajes nacen del recuerdo de personas reales que conoció siendo niño en el pueblecito soriano:

El Cacholo está inspirado en un tipo que vivía en Cihuela. El Seco era también un hombre de allí, un hombre muy recio, muy duro, que de niño me daba miedo.

Aparece también un personaje singular. Se trata del párroco de Oterón, un pueblecito toledano, en la ficción novelesca, por el que pasa el Tajo y los gancheros con los troncos. He aquí el exacto arranque del parlamento de este personaje y de su aparición en la novela:

—Yo soy soriano, de una comarca con uno de los nombres más bonitos de España, la Tierra de la Recompensa. El motivo es menos bonito que el nombre, pues la recompensa fue el regalo de don Enrique de Trastámara al francés Duguesclin, por su ayuda en el asesinato de don Pedro el Cruel. Fui primero pastorcillo, pero me gustaban los estudios y el maestro me enseñó a leer por las noches. El párroco se interesó, me puso de monaguillo para que llevara unos reales a mi casa y estudiara tranquilo en la sacristía. Sentí la vocación, acabé en el Seminario (El río que nos lleva. Barcelona: Plaza & Janés, 1997, 106-107).

Llama la atención que la Tierra de la Recompensa vuelva a nombrarse en otra novela de José Luis Sampedro —tal vez la más ambiciosa—, Octubre, octubre (1981). La alusión a la Tierra de la Recompensa se mezcla con el nombre del tío de uno de los protagonistas de la ficción novelesca. Es posible que el tío Jacinto y la tía Claudia de Octubre, octubre evoquen a aquellos otros reales de José Luis Sampedro en cuya casa de Cihuela viviera siendo niño. Dos argumentos apoyan esta hipótesis, el tío Jacinto es soriano y está enfermo:

Tío Jacinto, en Deza, siempre cansado. ¡Primavera del treinta y seis, cuando preparaba mi ensayo sobre su soriana Tierra de la Recompensa! «Hay corriente», se quejaba, levantándose para ajustar la contraventana. «¿Qué corriente?», me preguntaba yo, viéndole volver cansinamente a la mecedora [...] Entretanto, su mujer iba y venía, administrando como un hombre la mermada hacienda, vieja alquería del monasterio cisterciense de Huerta, adquirida por un remoto abuelo cuando la desamortización. La tía Claudia trataba a su marido como a un niño. ¡Quizá le inventaba dolencias para regatearle sus únicos placeres, la caza y la buena mesa! (Octubre, octubre. Barcelona: Plaza & Janés, 1997, 149).

En La sonrisa etrusca (1985), su novela más ampliamente conocida, narra el mundo de ternura con que Bruno, un campesino calabrés, vive la presencia y los cuidados de su nieto. Según confiesa el propio novelista, esta obra nace de su relación con Miguel, el nieto de José Luis Sampedro en la vida real:

Una noche le oí quejarse y fui a su cuarto. Le tomé de su cuna envolviéndolo en una mantita y traté de dormirle. Por la ventana entraba una luz mágica, reflejo de la nieve que cubría la calle. Y envuelto en esa luz, con el peso dulce de Miguel en los brazos, empecé a pensar si tendría ocasión de ver crecer a ese niño. Y nació la idea de escribir un pequeño cuentecito que expresase las emociones que me producía ese momento.

Tan entrañable intención primera creció hasta llegar a las dimensiones de una larga y extraordinaria novela, La sonrisa etrusca. No hay duda de que sin la presencia del nieto, el novelista nunca habría escrito esta obra. Pero hay algo más. El menudo cuerpecito del niño, la indefensión, el leve peso entre sus brazos, llevaron al abuelo hacia su propia niñez, hacia aquel tiempo en que también se sintió desvalido. Él mismo lo confiesa:

Me retrotraía a mi propia infancia en la que, con razón o sin ella, me creí también desamparado.

Con estas palabras probablemente está aludiendo a aquel año de 1925 que pasó en Cihuela, a aquellas tardes silenciosas deambulando por una casa que se le hacía extraña, a los paseos solitarios e infinitos junto al río Henar, a la lejanía de sus padres y a la añoranza que sentía por ellos.
En algún lugar de Cihuela hay un armario en que algún día entró un niño de ocho años con ojos de asombro y curiosidad creciente. De aquel armario salió con el alma engrandecida.


JUAN GONZÁLEZ SOTO

No hay comentarios:

Publicar un comentario