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martes, 7 de noviembre de 2023

Los descalzos






Recomiendo encarecidamente la obra de este gran amigo. Algunos ya habéis comprobado el placer de leer poemarios anteriores.


miércoles, 18 de diciembre de 2019

LAS ADUANAS


                                    


     Éramos menos tristes en un lugar sin belleza.
     A escasos veinte kilómetros de Lesaka, el desorden de una pequeña ciudad nos liberó de nuestros barrancos verdes. Abandonábamos la altanería entre los robles y nos dirigíamos a un paisaje de transportistas y aduaneros. En Irún, cualquier descampado con suelo de ladrillos rotos era un aula de placeres. Allí sonaba una música que no era para la fe, sino para los cuerpos. Buscábamos el mal flamenco como si fuese una perla oculta de Mozart.
     Recuerdo sus callejas con olor de especias. Atraídos por los aromas de la gastronomía del Sur, llegábamos a unas casas con rajaduras. Nos recibieron hombres que nos enseñaron descreimiento y desde sus ventanas contemplamos unas ruinas rojas. Después de hablar con los inmigrantes, nos prohibíamos la queja porque habíamos aprendido que con ellos viajaba un dolor nómada. Nos recostábamos en sus viejos muebles de la desobediencia.
     Los jóvenes de Irún nos invitaron a compartir sus cabañas musicales. En ellas fuimos expresando unas derrotas prematuras. Las tardes se consumían mientras no reconocíamos más reloj que una aguja en los surcos de los discos. Los compases de las canciones de Pink Floyd fueron puertas batientes y la guitarra de Jimi Hendrix prendía fuego a los iconos del blues. Una amiga pidió que escuchásemos los sonidos del saxo de un dios mendigo: Charlie Parker. En un local iluminado con las linternas de la adolescencia, vimos por fin un baile que no podíamos predecir. Los braceos y el zapateado nacían de la penuria, el desarraigo, la humillación errante. Dos mujeres me dijeron el nombre de Sabicas y Carmen Amaya. Como nuevos trashumantes, varias sombras se encaminaban a unos clubes cercanos. A escondidas, los campesinos descargaban su orgullo en los prostíbulos.
     Las cunetas, el cieno, los ramajes secos de Irún contenían el espejo de la diversidad que buscábamos.


Francisco Javier Irazoki (“El contador de gotas”, Hiperión)

sábado, 24 de octubre de 2015

LOS FELICES




TODOS VOLVIMOS LA CABEZA en medio del circuito. Cuando conseguíamos ser veloces demostrábamos el crecimiento, y una niña se quedó sola, mirando la lentitud de sus pies. Era como si a escondidas nos hubiese adelantado en la carrera hacia la edad adulta y esperase instalada en los días finales de la vejez.
En la adolescencia se apoyaba sobre los hombros de las amigas, y ya no pudo caminar sin sus abrazos. Las acompañantes debieron de aprender más con aquel sufrimiento pausado que con nuestra trivialidad rápida. Es tan bonita que da pena amarla, dijo algún extraño habitante de mi mente.
Los nuevos abrazos se los dio un hombre llegado de una ciudad desconocida. Él, barbirrubio y apacible, sujetaba el cuerpo de la chica durante los paseos y la imagen fue una linterna que nos iluminó los años de odios políticos. Gracias a esa luz, mi pequeño país me pareció un enfermo soleado.
Su salud se fue deteriorando y un día la vimos depositada en una silla de ruedas. El amante empujaba cuidadosamente aquella prisión de la muchacha que, con sus piernas y sonrisa inmóviles, iba al encuentro de los vecinos. Su calma brilló frente a la algarabía de los jóvenes que valíamos nuestro peso en vanidad.
Antes de esfumarse en la polvareda de la última frase, los vuelvo a ver. Vienen hacia mí con el dolor sepultado por su alegría de seres profundos.
La silla de ruedas pasa como un descanso de claridad entre las botellas rotas.

Orquesta de desaparecidos. Ed. Hiperión, Madrid, 2015

sábado, 17 de octubre de 2015

LA ORQUESTA DE IRAZOKI




El otoño nos ha deparado un libro de Irazoki. No es algo que ocurra a menudo. Yo lo anunciaría en el telediario; pero esta clase de acontecimientos, como no tienen naturaleza de espectáculo, rara vez constituyen noticia. Tampoco a Irazoki le complacen los focos.
Su obra es como él. Es la obra de un hombre sereno que escribe desde una idea positiva de nuestra pasajera existencia, que agradece los dones de la vida y respeta el idioma.
Este nuevo libro suyo, publicado en Hiperión, lleva por título Orquesta de desaparecidos. Es lo que tiene acumular años e Irazoki, que pronto añadirá uno más a la colección, arrastra unos cuantos. Pierde uno a tanta gente. Son numerosas las personas evocadas por Irazoki en su libro, no pocas de ellas fallecidas. Con unas tuvo trato directo. Otras merecieron su veneración por los valores estéticos o morales que representan. Con todas ha compuesto el poeta su particular orquesta. Y él está allí, en medio de todos sus músicos mudos, prestándoles voz con los recursos propios del arte literario, sobre los cuales ha alcanzado un dominio que salta a la vista.


Hay, pues, recuerdo y mucho paisaje personal, así como poesía en la prosa cuidada de estas páginas continuadoras de aquellas otras de 2006 tituladas Los hombres intermitentes. La infancia, la familia, los amigos, París, los viajes, gente curiosa y alguna que otra invención de veterano surrealista conforman el muestrario de asuntos de esta Orquesta de desaparecidos.
Me abstengo de vaciar el saco de elogios sobre el amigo que los merece, pero no los busca ni los necesita. En todo caso, yo le agradezco al otoño que me haya deparado una alegría con la publicación del libro de Irazoki y al resto de las estaciones del año, por qué no decirlo, el sosegado orgullo de disfrutar de la fraternidad de un hombre bueno, sensible y con talento.


Publicado por Fernando Aramburu en
 http://fernandoaramburu.blogspot.com.es/2015/10/la-orquesta-de-irazoki.html?spref=fb

lunes, 29 de junio de 2015

MERCADO







MI CUERPO y mi ánimo coinciden en una plaza tranquila. Estos dos tenderos se saludan y, todas las mañanas, fijan sus precios y ferian los productos apilados. Solamente regatean sobre el valor de algunos recuerdos, y al atardecer miden las luces de otoño puestas en el platillo. Recogen mercancías y números. La edad es una bola que corre en silencio por el suelo empedrado.

Hoy mis dos dependientes son mojados por una lluvia oblicua y se apresuran a refugiarse bajo la cubierta de un armazón de maderas hincadas. La violencia del temporal ha dispersado los círculos comerciales. La ropa, los cuadernos y las especias se empapan mientras mi cuerpo y mi ánimo examinan el aguacero.

Ya escampó, y de las hojas de los cerezos y laureles caen gruesas gotas. Algo abre o rompe las esferas de agua, y seres conocidos bajan liberados. "Quise a esa mujer", "llevaba tanto tiempo sin ver a mi amante...", "ahí va el amgio", comentan los dos almacenistas. Pero nada puede impedir que las figuras reconocidas se disgreguen al chocar contra el pavimento, o que se desarticulen en el aire si vienen de un árbol impreciso de la memoria.

Mis dos mercaderes saben que la lluvia les trajo el anticipo de su vejez, el tiempo en que las ausencias nos visitan. La bola de su edad rueda a oscuras al doblar una esquina de la plaza.



Los hombres intermitentes. Hiperión. Madrid, 2006

jueves, 23 de octubre de 2014

Fallece Ramiro Pinilla

Emocionado adiós:

FERNANDO ARAMBURU | 23/10/2014


Tenía razón Ramiro. Es una pena morir. Y ahora se ha muerto él y es como si a uno de repente se le cayera un brazo al suelo o se le abriera un hueco en el pecho. Sus 91 años ni justifican ni alivian la pérdida. Nació el mismo año que mi padre, el 23, y los dos, gente curtida y humilde, vivieron parecidas cosas. Tiempos difíciles. La guerra, la posguerra, la clase social de los que viven por sus manos. Mi padre murió en el 2011, con 88 años. También sin enfermedad, ni agonía ni gaitas. Te mueres y santas pascuas. Me quedó Ramiro, en quien desde entonces me complació hallar la sombra de lo paterno.

Ramiro era un vasco apacible que había leído a Faulkner. No le gustaban los habladores. No le gustaban el barroco ni el nacionalismo. Lo suyo era contar historias, dramas de la gente común, de Getxo principalmente. Profesaba la convicción del estilo transparente, de la prosa que no se nota. Pero Ramiro, joder, le decía yo, ¿no pretenderás que todo el mundo escriba como tú? Y se quedaba pensando. Es que es verdad: si no hubiera escritores preciosistas, le decía yo, la sencillez pasaría inadvertida.

Durante largos años me profesó agradecimiento. Por nada. Me cupo la suerte de interceder por él cerca de Tusquets. Justo un pelanas como yo, que ni estirándome habría sido capaz de redactar un renglón de Verdes valles, colinas rojas. Así y todo, siento un pinchazo de gusto cada vez que veo los tres volúmenes de la novela en una librería. Son como un poquito míos. Un poquito nada más. Y le dije una noche en San Sebastián, cenando: Supongo que sabes que este libro está llamado a perdurar, ¿no? Ramiro me miró en silencio, con el gesto con que otros mirarían a un vendedor de galaxias.

No le han dado el Cervantes. No será porque algunos no lo hubiéramos pedido públicamente. A él le daba igual. No, porque te lo mereces. Y al decírselo volvía a ver en mí al vendedor de galaxias; él que llevaba mucho más tiempo que yo en la Tierra y sabía, porque sabía, porque era un sabio con su retranca, su boina, su huerta y su estoicismo, cómo funciona el corazón de los hombres.

Adiós, Ramiro. Adiós, amigo. Y gracias. ¿Por qué? Joder, por tus libros, por tu conversación, por ti mismo. ¿Qué preguntas tienes?

Entrevista para El Cultural (fragmentos)

FRANCISCO JAVIER IRAZOKI | 13/05/2011 |


Desde que en 1960 ganó el Premio Nadal y el Premio de la Crítica con la novela Las ciegas hormigas, los lectores más exigentes esperaban nuevos libros de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923). Pero, decepcionado por la industria editorial de la época, durante décadas se mantuvo recluido en la provincia. Hasta que reapareció en el siglo XXI. Su novela Verdes valles, colinas rojas, dividida en tres partes y galardonada con el Premio Nacional de la Crítica y el Nacional de Narrativa en 2006, es sin duda una de las obras mayores de la literatura española. Esta frase sólo puede asustar a los militantes de la envidia y a quienes desconocen la imaginación poderosa del autor. Es imposible encontrar un fragmento decorativo o superfluo en las 2.200 páginas del conjunto. El talento de Ramiro Pinilla incluye la objetividad en los retratos políticos. Porque huye de los maniqueísmos como de los lugares comunes y supercherías.

 - A menudo se habla de su identificación con la literatura de William Faulkner. Ha explicado que durante años, antes de empezar la tarea de escribir, necesitaba leer un pasaje de Faulkner y retener su música. ¿Cómo fue esa fascinación y cuándo se liberó de ella?
- Me fascinó lo que latía bajo aquel lenguaje casi críptico. Faulkner lo podía haber evitado, pues lo de abajo no necesitaba de tantas llaves. Era un gran cabroncete. Sin embargo, en un tiempo necesité de esa maldita música para escribir. Luego vino Gabriel García Márquez. Mi agradecimiento a ambos. Supongo que hoy camino solo.

¿Cómo recuerda la llegada de los inmigrantes para trabajar en Altos Hornos de Vizcaya y otras industrias vascas? A su juicio, ¿qué trato se les dio?
- Malo. El nacionalismo los llamó, despectivamente, maketos. Sin embargo, sobre explotados mineros e industriales se levantó la riqueza vasca. Todavía son los grandes silenciados.
 

http://www.elcultural.es/revista/letras/Ramiro-Pinilla/29180




lunes, 18 de noviembre de 2013

En las guías de Nueva York...





En las guías de Nueva York suele faltar una ruta literaria. Luce menos que las huellas artísticas de la Generación Beat en Greenwich Village. No incluye clubes de jazz, oratorios de la bohemia, edificios singulares. No importa; con cielo gris empiezo el itinerario. Se trata del trayecto que durante dos décadas Herman Melville recorre diariamente para ir a su trabajo. Sale de la vivienda, situada en el número 104 de la Calle 26, entre Lexington y Park Avenue, y camina hacia el tedio. Él, que ha estado cautivo en una tribu de caníbales, intenta con desgana adaptarse a los peligros de la rutina laboral. Desempeña el cargo de inspector de aduanas en los diques del East River. Ahí crece su nostalgia cuando conversa con los marineros o inspecciona la salida de las embarcaciones balleneras. Sufre otro retiro. A las largas travesías en barcos y a la celebridad por las páginas en que describe aquellas aventuras de juventud les sigue la indiferencia de sus lectores. Moby Dick no triunfa. Carece de ánimos para concluir la redacción de la novela Billy Budd, Sailor.

Arruinado, Melville es acogido en el humilde hogar de su hermano; allí pasa el resto de la vida. Transcurren casi treinta años hasta su muerte silenciosa. También las obras que ha escrito permanecerán olvidadas en los decenios siguientes. Para que no queden dudas sobre el desdén de las autoridades, los urbanistas modernos deciden el derribo de la casa del escritor. Y llega el siglo XX. Un crítico, que hurga en los libros de lance, recupera unas cuantas novelas de Herman Melville y las difunde con elogios en los periódicos. Yo termino la caminata. Mientras va cayendo una lluvia mansa en Nueva York, me empapo de los últimos días de un hombre que continuó buscando su ballena blanca.

Radio París
Publicado el 15/11/2013 En El Cultural





viernes, 28 de junio de 2013

En los arrabales de la supuesta alta cultura




Muchos lectores de literatura francesa actual se entretienen barajando sus quejas. Ignoran la poesía y apuntan contra los tedios de la prosa. Sólo una minoría recuerda que en África viven aproximadamente cien millones de francófonos, y busca entre las obras escritas en aquellos países. Algunos autores contienen la perla del vigor narrativo. Un primer modelo: los lectores pronuncian con gratitud el nombre de Ahmadou Kourouma, marfileño de formación maliense y demócrata convertido en "tirador senegalés". Murió en 2003, después de largas peregrinaciones por otros países africanos. Su novela Alá no está obligado (Muchnik) ilumina el rostro oscuro de esas naciones: niños soldados, odios tribales, ablaciones. Pero sin dejar de transmitir una vibración humana que los horrores no disminuyen. Añado un segundo modelo: el tunecino Hubert Haddad, cuyos textos son publicados en España por Demipage. Con mezcla de orígenes judíos, bereberes y argelinos, Haddad es narrador, poeta, ensayista, dramaturgo. Llegó a París en la niñez. En sus más de cincuenta títulos aglutina los conocimientos europeos -fascinación por Julien Gracq, por ejemplo- y las huellas de los antepasados del Sur. Se entiende que haya recibido premios importantes (el Renaudot y el Cinco Continentes de la Francofonía) por su novela Palestina, donde fusiona la cuidada escritura y la serenidad política. Redacta las páginas como un esteta del sosiego. Todavía poco definidos, ahora vienen los herederos de Ahmadou Kourouma o Hubert Haddad. Ellos nos comunican dos avisos: que no somos propietarios de lo exquisito y que a menudo la excelencia artística se refugia en los arrabales de la supuesta alta cultura.



Publicado el 28/06/2013 en El Cultural

martes, 21 de mayo de 2013

ÚLTIMA ARENGA A LAS TROPAS






De este invierno guardaremos
una magia superior a sus nieves.

Pasaron la escarcha y el granizo,
y, adheridas a los ventanales,
sobrevivieron unas flores blancas
que no saben morir.

Vinieron los amigos
y las contemplaron
desde el interior de la vivienda.

Como desquite contra el gris del cielo,
cortamos una de las flores.

Hemos escondido,
entre las hojas de un libro de música,
esa muerte imposible.



Retrato de un hilo. Hiperión. Madrid, 2013





sábado, 2 de marzo de 2013

La eficacia de la poesía




Hablar con Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es envolverse en un velo de sosiego que muy pocas personas serían capaces de transmitir. De tono pausado, sus palabras se llenan de imágenes que nos acercan a lo poético, quizás porque como el propio escritor confiesa “aprendí poesía de bastantes personas que nunca practicaron la creación artística” o porque en su opinión “la poesía rebasa los límites de los géneros literarios; también las dimensiones de la literatura”.
Con varios poemarios en su haber (Árgoma, Desiertos para Hades y La miniatura infinita –reunidos posteriormente en Cielos segados–, Notas del camino y Los hombres intermitentes), el poeta navarro fue durante muchos años periodista musical en Madrid, además de haber cursado diversos estudios musicales. Elementos todos ellos que le ayudaron en la escritura de La nota rota, cincuenta semblanzas de músicos de todas las épocas. Actualmente vive en la capital francesa y colabora en la columna “Radio París” para el suplemento cultural de El Mundo.
En febrero fue invitado a San Sebastián e Irún para hablar de su poesía y de una forma de entender la vida. “Busco una sencillez cuidada. Los años de estudios musicales me han ayudado a estar alerta, me han convertido en un vigilante de la eufonía literaria”. Una eufonía que buscan muchos autores a través del éxito. “El éxito me interesa mucho. Pero no me refiero al logro de prestigio o a la foto de tamaño grande en los periódicos. Para mí el éxito consistiría en llegar al final de la vida con la certeza de no haber dañado. O al menos saber, con la conciencia despierta, que no quise dañar. A cambio de ninguna recompensa celestial, por supuesto”.
Irazoki acaba de publicar su nuevo poemario, Retrato de un hilo, un libro que empezó a escribir en Benarés y concluyó al instalarse en Francia. “Algunas de sus páginas fueron compuestas hace más de veinte años. Está dividido en cinco partes (Equipajes, Calle de los viajeros, Viandantes, Lindes, Canciones extranjeras) y todas ellas se refieren al tránsito y a la extranjería. Hice un esfuerzo de depuración de estilo para resaltar los objetos humildes, a veces minúsculos, que nos transparentan y definen. De ahí el título. Como era habitual en mí antes de ser apoyado por la editorial Hiperión, dejé el poemario en alguno de los cajones de la casa. Sale ahora, mientras me entrego a otros proyectos”. Uno de estos es “una especie de continuación de Los hombres intermitentes”, un personal volumen de poemas en prosa en los que el escritor desnudaba su pasado. Se titulará Los descalzos y estará formado por cincuenta textos: “He compuesto ya treinta y siete. Si tengo la buena suerte de envejecer, estas dos obras serán completadas por un tercer volumen. El conjunto debe resumir las dos mitades, rural y urbana, de mi biografía”, apunta un autor que se considera a sí mismo “artesano de la palabra. Sobre mi mesa, solamente una hoja blanca, un cuaderno, un bolígrafo y el ordenador portátil. La mente pone su hatillo de útiles: el idioma construido por muchedumbres de personas que me precedieron, la música, unos símbolos. Aunque pase inadvertido, me gusta el amor por cada minucia”.
Defiende la utilidad la poesía, que define como “una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Y se opone “al tópico que le niega eficacia. No es útil si creemos que la utilidad tiene sólo los sonidos de nuestras monedas. Existe una manera profunda de vivir que se consigue mediante la poesía”. Una forma de entender el espacio poético alejado del refinamiento ornamental al que son asiduos muchos poetas “incluso en la culta Francia”, dice. Irazoki se toma su vida literaria con calma. “Soy lento y minucioso. Desde que escribí las primeras páginas, tuve claro que no iba a competir en ninguna prueba de atletismo artístico. Prefiero las penumbras y meditar sin prisas unas líneas. La voracidad me aburre; bostezo ante ella. E intuyo que la abundancia poética es improbable sin cierta charlatanería. Sí he conseguido redactar con bastante rapidez las columnas periodísticas, que exigen menos tensión expresiva”. De hecho, sólo considera que un texto poético está acabado cuando el poema se convierte en “el vehículo transparente de mis palabras. Los mejores poemas contienen una fuerza incompatible con el artificio. He pensado que en esa rara situación el talento del poeta radica en apartar sus tentaciones superfluas de creador. No añadir nada, no estropear la presencia nítida del poema. Ahí el mérito del autor estriba en saber ausentarse un poco”.

Alex Oviedo, en Pérgola, Bilbao.




domingo, 9 de diciembre de 2012

Ética







Después de extraerla de antiguas frases, he puesto a orear la palabra ética. En mi juventud prometí darle un uso secreto. Sobre todo porque la escuché pronunciada por hombres cuya deficiente seriedad se reflejaba en su escaso sentido del humor. Fueron los años en que tuve la suerte de relacionarme con una joven parisina que viajó a las ciudades vascas para escribir su tesis doctoral de Geopolítica. Ella veía la rapidez con que mis paisanos desenfudaban las nociones morales y, persona libre, dijo: “En ninguno de los lugares que conozco se habla tanto de ética y se practica menos lo que la palabra significa”. Por supuesto que el vocablo tiene un hermano francés -éthique- con idéntico carácter que la voz española, pero duerme mucho en los diccionarios, bajo telarañas de cautela. Bien empleado, no sirve de coletilla retórica, sino para el compromiso personal. Implica una apuesta sin público. A cualquier adolescente se le avisa en las escuelas de que Billy el Niño y otros pendencieros jugaban con materiales menos inflamables que ese concepto. Esta precaución repercute en la mayor parte de la literatura francesa contemporánea. Tras las declaraciones a menudo ruidosas de Jean-Paul Sartre o las páginas ponderadas de Albert Camus, ha surgido una generación de intelectuales con moral prudente. Michel Houellebecq lidera el exiguo grupo que todavía escoge las estridencias y desmesuras. También los cantautores y roqueros actuales aprenden de los tonos distantes e ironía maestra de Georges Brassens. Probablemente atinen. Sigo pensando que las expresiones de mejor contenido deberíamos plasmarlas con la aplicación silenciosa, lejos de la exhibición y sus comercios.

Publicado el 07/12/2012 en El Cultural






viernes, 19 de octubre de 2012



Es inhabitual pero sucede: una persona sintetiza en su comportamiento las mejores calidades de la sociedad y logra unir a los ciudadanos. Gracias a la potencia positiva de un solo ser, los compañeros dicen adiós a la minucia política que los separaba. Sin palabrería, allá por donde pasa se hace colectiva la ética del individuo. He constatado que mucho de esto ocurrió con la conducta del poeta Ángel Campos Pámpano. Paralelamente a la escritura de sus versos, promovía gran número de actividades artísticas. Lo hizo con una estrategia educativa transparente: no utilizaba el arte menor para acercarse al público, sino que ofrecía a las capas populares de su tierra los bienes más refinados de la cultura. Asimismo, cuando España aún miraba con altanería o desdén a Portugal, él creó revistas para la comunicación literaria de los dos países y tradujo los textos de Fernando Pessoa, Eugénio de Andrade, Sophia de Mello Breyner Andresen. Moderó nuestra prepotencia. Pronto tuvo a su lado a Álvaro Valverde, Elías Moro, Carlos Medrano y otros jóvenes inquietos. El editor Manuel Borrás se esmeraba al difundir los trabajos del poeta. Mientras los dirigentes de las regiones ricas seguían contando las monedas, el literato y profesor extremeño supo convencer a algunas autoridades sobre el poder liberador de las palabras. Tampoco se olvida su acierto pedagógico de poner a los principales autores ibéricos en contacto con los alumnos de enseñanza secundaria. Así hasta su muerte. En mis viajes a Extremadura no he conocido a ningún escritor que pronuncie una frase despectiva al referirse a Ángel Campos Pámpano. He visto una comunidad unida por el nombre de un creador ausente.



Publicado en El Cultural el 19 de octubre de 2012

 
http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/31669/Radio_Paris


sábado, 30 de junio de 2012

No quiero cantar a un montón de sal




En París hay un público que exige calidad a nuestros músicos de flamenco. Aficionados minuciosos, escuchan como si fuesen taurinos del compás sentados en el tendido siete de la plaza de Las Ventas. A ellos se enfrenta, con su traje musical más clásico -tiene otros de corte galáctico-, un veterano de veintisiete años: Francisco Contreras, Niño de Elche. Sale al ruedo en compañía del buen guitarrista Francisco Vinuesa, a quien jalea con una consigna insólita: “¡Sensibilidad!”. Se entiende por qué el cantaor, de gestos sobrios y bellos, rechaza los micrófonos. Lo primero que nos impresiona es la voz. Ha aprendido limpieza vocal al lado de Calixto Sánchez y le añade unos filamentos trágicos de Camarón de la Isla. Ya pueden embestirlo los cantes grandes o chicos. Se atreve con todas las faenas y hace su lidia de soleás, tientos-tangos, una bulería para que las palabras de Rafael Alberti reencuentren a Federico García Lorca. Como animal que prepara alguna acometida, sus pies escarban la superficie de los ritmos y, de repente, en los momentos de mayor desgarro, la sangre se le agolpa en el rostro. Las pausas son un calambre entre los espectadores. Bromista culto, Francisco Contreras rememora a un poeta que buscaba el toro de ojos verdes, y después da la puntilla a cualquier arte alejado de lo humano: “No quiero cantar a un montón de sal”. Al final del concierto, en París se dice que con Niño de Elche ha nacido una seriedad artística. “Especialmente un maestro del matiz”, susurro en el callejón.





El Cultural, Publicado el 29/06/2012




domingo, 8 de abril de 2012


 

Raras veces el adorno superfluo tiene algo en común con la poesía. Lo explica el escritor vasco Alex Oviedo, que me describe los problemas de los habitantes de Bilbao al caminar sobre un puente. Trazado por el orgullo resbaladizo de una estrella de la arquitectura, el suelo del puente se convirtió en pista para acróbatas involuntarios. Ocurre cuando la decoración de nuestras creaciones y los egos de techo alto vencen a la utilidad. A poca distancia de esos errores existe un museo que vincula eficacia y belleza: el Guggenheim. Se sabe con cuánto esmero Frank Gehry dibujó la fachada de planchas de titanio, los muros de cristal, todos los espacios interiores del edificio. Pero todavía resulta más emocionante un detalle casi secreto: la integración de otro puente, éste viejo y anodino, en el conjunto ideado por el canadiense. De manera inesperada, aquella construcción humilde nos sirve ahora con una armonía práctica. Según un proverbio francés, el diablo vive en los pormenores, y por estos rastros minúsculos del cuidado de Frank Gehry vemos al diablo convertido en calidad. Ante tal muestra de respeto, dan ganas de decir a los técnicos de pecho inflado: Señores astronautas, sin renunciar a la estética personal, piensen en adecuar sus diseños a las necesidades de los ciudadanos. De ahí saldrán la poesía del lugar y el agradecimiento de los usuarios. Me lo sintetiza bien una persona cercana: “Los arquitectos deberían recibir la recompensa o el castigo de vivir en las obras que crean”.


Publicado el 06/04/2012 El Cultural. Radio París.



viernes, 13 de enero de 2012

 
No es infrecuente el caso de los escritores favorecidos por su residencia en ciudades extranjeras. Acabo de conocer a tres de ellos. Coinciden en una visión sin límites nacionales, en el trato refinado, en las ventajas de la incertidumbre. Uno, Andrés Neuman, nacido en Argentina, con ancestros alemanes, italianos y judíos, vive en Granada desde la adolescencia. Su ingenio salta con la rapidez adquirida en una familia de músicos nómadas y se remansa entre bromas sutiles. Luego empuña en cada página el testigo cosmopolita de Julio Cortázar. Cerca de Neuman, la poeta Erika Martínez transmite análisis apoyados por una cultura selecta. Parece a salvo de los aspavientos y rotundidades cuando reflexiona sobre las obras literarias de Latinoamérica e investiga en la Sorbona. Por último, José Ovejero domina varios idiomas y el título de su primer libro de poemas, Biografía del explorador, ha sido premonitorio. Habla con los ademanes suaves de un hombre valiente. La elegancia de sus textos confirma que los bravucones se esconden en cuanto llega la hora desfavorable. Justo cuando la persona exquisita, sabedora de que el desprecio es incompatible con el conocimiento, da un paso al frente. Los tres escuchan sin el orgullo de quien se aferra a la tierra de origen y los tres huyen de las afirmaciones inapelables. Intuyo que su desasosiego creativo no puede disolverse en un grupo identitario. En las palabras que escriben e improvisan suena la enseñanza de los viajes: sus convicciones están firmemente asentadas en la duda.



Radio París. Publicado en El Cultural, el 13/01/2012

viernes, 23 de septiembre de 2011

Rozar la exactitud


Francisco Javier Irazoki. Fotografía: Barbara Loyer.

Por Chus Sanesteban Iglesias, en Culturamas





No piensen que sólo los ojos pueden ver.
Mirad los ojos de agua, los manantiales de lágrimas de Job que pasean por París.
Poeta sin sombra, escuchador de Hallelujah, soñador de silencios… Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) nos muestra cómo rozar la exactitud.

-Su primer poemario se llamaba Árgoma . ¿A dónde nos traslada esta silvestre palabra?

-Sobre todo, al paisaje de mi infancia y adolescencia. Crecí rodeado de praderas, helechales y arboledas. Abundaba esa planta espinosa de flores amarillas. Mis primeros años fueron especialmente luminosos, pero los paisajes exuberantes no son liberadores en todas las etapas de una persona. Aquella plenitud verde se volvió opresiva. En mi juventud, cuando escribí el primer libro de poemas, identificaba las árgomas con algunas preguntas sin respuesta.

-“Escuchamos” Notas del camino . ¿Cuál es el camino?

-El libro fue el resultado de una colaboración con el fotógrafo segoviano Antonio Arenal, a quien le debo varias enseñanzas. En su masía de Tarragona todos los objetos son de gran belleza, pero la armonía debe estar al servicio de la utilidad. Esa relación de Antonio Arenal con sus objetos me ha abierto un camino poético. La eufonía, el cuidado musical en los versos o en la prosa y el amor al idioma me importan mucho, pero son únicamente ornamentos si no contienen una vivencia sincera, la duda, una reflexión.

-¿Somos los hombres intermitentes?

-Sí, en “Los hombres intermitentes”, poema en prosa que da título genérico al libro plublicado por Hiperión, describo cómo nos volvemos invisibles cuando falla la experiencia amorosa. Conocí esa desaparición y regresé a la visibilidad con un nuevo amor.

-De Los hombres intermitentes han dicho: “Me recuerdan sus textos a los poemas de Julio Cortázar.” ¿Un elogio?

-Desde luego. He disfrutado tanto con las páginas de Julio Cortázar… En especial con sus cuentos. Cuando viajo en el metro todavía me sigue viniendo a la mente el relato “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Inolvidable la destreza con que evita la linealidad temporal.

-Al referirse a esta misma obra, un lector dijo de usted: “Poeta de los ojos de agua que nos muestra la complejidad del paraíso con una sola palabra.” ¿Qué se siente al leer estas palabras?

-Gratitud y pudor. Se refiere a la palabra. Y, dejando a un lado el elogio del comentario, no sé si puede imaginar cuánta importancia tuvo cada vocablo en el ambiente de mi niñez. “La lengua debe dar siete vueltas en la boca antes de hablar”, dicen los franceses. Así vivíamos en mi familia. La palabra era una amiga y un techo de fidelidad. También una columna para sostenernos moralmente. Esa amiga de calidad no fue sólo un regalo de mi padre o de nuestros vecinos, para los cuales, sin firmar ningún papel, la palabra llevaba el peso de un contrato. Se repetía en el entorno más cercano. Después, en la literatura, he intentado la precisión. Con dificultades y modestia artesanal, por supuesto. Ser un buen escritor quizá consista en tener el talento necesario para mitigar el fracaso expresivo. Rozar a veces la exactitud.

-Gracias a usted muchos conocimos a Félix Francisco Casanova. ¿Cuál es su poema favorito del siempre joven poeta?

-A Félix Francisco Casanova se le conoce gracias al entusiasmo de muchas personas afectadas por su buena literatura. Le he sido fiel porque me gusta insistir en los placeres. Cuando depura la forma, Casanova consigue una importante complejidad. No describe sólo el primer estrato de las cosas; supera la espuma de las realidades. Me emocionan todos los textos incluidos en “Antología poética – Cuarenta contra el agua” (Demipage). Destaco dos muy intensos: uno sin título, cuyo primer verso es “A veces cuando la noche me aprisiona”, y el último que escribió, “Eres un buen momento para morirme”. Hay en ellos una soledad que nos sobrecoge.

-¿Quién debería proponerle musicalizar sus poemas para que usted dijese que sí?

-Cualquiera que tenga ganas y algo de buen gusto. Por fortuna, la altivez clasista ha muerto en el arte musical. Soy partidario del eclecticismo y gozo escuchando a compositores medievales, renacentistas, barrocos, clásicos, vanguardistas, jazzmen, flamencos, bluesmen, rockeros y otros indefinibles.

-¿Qué palabra le gustaría usar más a menudo? ¿Cuál es musicalmente la más bonita?

-Desde hace algunos años deseo una expresión que, reflejando sombras, ayude a celebrar la vida. Todavía se repite como un mantra venerable que la hondura artística está reservada a los creadores que caminan en el interior de los abismos. Me parece que de ahí han salido no pocas naderías confusas. En mi opinión, la búsqueda del malditismo es superficial y la alegría consciente es lo más profundo. Actualmente leo un volumen donde se reúnen casi todos los poemas de Eloy Sánchez Rosillo. Llevo el libro en los paseos matinales por las calles de París. Lo abro y siempre recibo un alivio suave. Me siento incapaz de elegir la palabra más bella o musical, pero las de Sánchez Rosillo son hondas. Las ha escrito un hombre que se sabe efímero y ensalza la vida en que él se consume.

-¿Podría describirnos lo que está viendo, sintiendo, escuchando…?

-Estoy sentado a la mesa. Me acompañan un cuaderno y un lápiz. Delante de mí, la fachada acristalada de la vivienda y el patio con árboles. Dos mirlos saltan sobre la glicinia. El tapicero y el músico se saludan mientras escucho las canciones del renacentista Josquin Desprez. Me siento en paz. 56 años. No soy optimista, sino agradecido.

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DOS POEMAS EN PROSA DE FRANCISCO JAVIER IRAZOKI

PALABRA DE ÁRBOL

No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.

Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.

Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.

Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.

 
CARTA A LEONARD COHEN

Ahí están las calles de compás negro, donde los cortejadores de la aguja calientan su porción de olvido. Suena un concierto de ambulancias sinfónicas.

Es invierno en París y, bajo los soportales, canta una mujer muy bella. Las miradas de los viandantes acarician su vestido de aguaturma. Ella sonríe desde la pobreza elegante, apoyada en una pared que parece un signo de interrogación, y a veces me habla con esa leve dejadez de quien habita en casas en las que nadie barre la tristeza. Al final canta tus canciones. Entorna los ojos y los versos se posan sobre un diminuto cadáver embozado en escarcha.

Sé que envejeces, Leonard, que oyes cómo en la habitación contigua gozan contra ti las mujeres amadas y que te alivias describiendo el peso de la melancolía cifrada en lluvia. Te convendría ver tu emoción hecha vaho que despiden los labios más peligrosos de mi urbe. Aunque nunca conquistarás a esta mujer que ya se ha comprometido en amor con tu palabra.



Los hombres intermitentes. Hiperión, Madrid, 2006
 































































jueves, 5 de mayo de 2011

AUTORRETRATO

LO MEJOR DE MI CARA es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.


Los hombres intermitentes. Hiperión, Madrid, 2006

sábado, 26 de marzo de 2011

Armand Gatti

ARMAND GATTI: AUSCHWITZ TRANSFORMADO EN ALFABETO



     Armand Gatti (Mónaco, 1924) es el creador que ha dado una respuesta contundente a la pregunta angustiosa del filósofo alemán Theodor Adorno: ¿Es posible la poesía después de Auschwitz?
     Gatti abandona los estudios que cursaba en un seminario y, a los diecisiete años, se enrola en la resistencia contra el nazismo. Forma parte de un maquis donde un libro de poemas de Arthur Rimbaud o Henri Michaux tiene más importancia que la pistola compartida entre varios milicianos. Cae prisionero en un campo de concentración, lo condenan a muerte (sentencia incumplida por tener Gatti menos de dieciocho años), es deportado a Alemania y recorre mil quinientos kilómetros en su huida a pie. Participa como paracaidista en los combates de liberación. Cuenta las humillaciones sufridas cuando, acabada la guerra, hace algún gesto humano a un grupo de hombres derrotados.
     En la posguerra, sus reportajes en diferentes medios (Parisien Libéré, Paris-Match, France Observateur, L’Express) impactan, y en 1954 recibe el premio Albert-Londres. Deja el periodismo cuando su prestigio es grande. Así explica a Marc Kravetz por qué elige la dramaturgia: «No sé si imaginas lo que puede ser una representación teatral en un campo de concentración, los riesgos que supone, el compromiso que implica. Un día, un grupo de judíos lituanos y polacos montaron una pieza. Comenzaba con una larga salmodia, una suerte de oración murmurada, y, de repente, interrupción: «Ich bin» («Yo soy»). Y continuaba el murmullo. De nuevo: «Ich bin». Y la oración. «Ich bin». Era el final. Los deportados-espectadores habían seguido en un silencio extraordinario, un verdadero fervor. He guardado un recuerdo muy fuerte de esa representación. Los políticos deseaban que el grupo modificase el texto. Proponían: Ich bin, Ich war, Ich werde sein (yo soy, yo era, yo seré). Pensaban que de esa manera el mensaje sería más claro; los actores no cedieron. «Ich bin».
     Apadrinado por Henri Michaux, Erwin Piscator y Jean Vilar (director del Teatro Nacional Popular y uno de los pilares de la dramaturgia francesa del siglo XX), Armand Gatti desarrolla una obra amplia. Cincuenta piezas: «El niño-rata», «Canto público ante dos sillas eléctricas», «Los trece soles de la calle Saint-Blaise», «La mitad del cielo y nosotros», «El caballo que se suicida por el fuego», «Crucifixión mestiza», «Ópera con título largo»…
     Pero a Gatti no le interesan los directores de escena y actores profesionales, tampoco el teatro como género comercial. Pone su obra en manos transgresoras. Uno de los textos, «La pasión del general Franco», provoca la ira del gobierno dictatorial español y queda prohibido en la Francia democrática cuyo ministro de Cultura es André Malraux. Gatti lía los bártulos y se marcha a Alemania (1969-1971). Sin embargo, no guarda rencor: «Tenemos (Malraux y Gatti) dos cosas muy fuertes en común: por una parte, somos los únicos en llamar esperanza a la guerra (civil) de España; por otra parte, vemos la cultura como una catedral».
     En Bélgica, en 1972, más de cien tractores, coches, camiones y remolques ocupan el espacio de la creación colectiva sobre la reforma agraria y, tres años después, en Montbéliard, propone a los obreros de Peugeot una «escritura plural» donde quedan representadas siete naciones de inmigrantes. Empieza entonces a trabajar con los excluidos del lenguaje: parados, drogadictos, prisioneros, proscritos. «Hemos nacido de la agonía de una estrella», escribe. Pero añade: «A pesar de todo, la tierra vencida da estrellas». Esos hombres aprenden a interrogarse sobre la identidad (¿quién soy?, ¿a quién me dirijo?), someten sus cuerpos a la disciplina (prácticas de kung-fu), estudian durante meses el significado de los textos, y al final gritan la palabra: «Pero que no debe pararse en el suelo (lugar de la caída). Nuestro palotes, cuando devienen caligrafías, deben atravesar la capa de los muertos rusos, cobayas anunciadoras de todos los exterminios, la capa de los muertos industriales, la capa de los niños que encuentran todos a un anciano que pudiera morir a su lado. Debemos ir más lejos. Tener el coraje del légamo, el coraje de la roca, el coraje del cuarzo, el coraje de la resina y el del archaeopteryx en su provocadora y continua juventud geológica. Debemos atravesar, de una sola plumada en búsqueda, las tumbas de escamas, de conchas de hipocampo, de ámbar, y las primeras reflexiones del hueso que quiere convertirse en ala».
     Toda la tribu se instala en los suburbios de las grandes ciudades (París, Marsella, Estrasburgo) o en la cárcel de Fleury-Mérogis, y allí difunde Gatti su escritura barroca y potente por la que desfilan el filósofo Giordano Bruno, el matemático Évariste Galois (fundador de la teoría de los grupos), muerto en duelo a los veinte años, el revolucionario Carlo Cafiero, el poeta Velimir Khlebnikov, el astrónomo Johannes Kepler, el anarquista Néstor Makhno, o el lógico Jean Cavaillès, ejecutado en la Segunda Guerra Mundial. Son piezas muy largas; en ocasiones abarcan veinte horas divididas en varios días de representación.


Dad a los hombres
                   y a sus imágenes
                                  su única dimensión habitable
                                                               LA DESMESURA

     La gran belleza formal de las obras incluye artes marciales. Los pronombres personales barren todo rastro de psicología. El escenario es casi siempre una excusa para remover la memoria de su experiencia en el campo de concentración. Y para las apariciones de una ballena y Augusto Gatti, el barrendero libertario asesinado, padre del escritor.
     En la trayectoria final, Armand Gatti se ha adentrado en la ciencia. Usa referencias de la física cuántica de Max Planck y de las matemáticas modernas para que sirvan a la causa de los desposeídos. Ha sido importante su encuentro con el físico Francis Bailly, con quien mantiene un intenso diálogo intelectual.
     El gobierno francés le concede el Premio Nacional de Teatro (1988). Y después, en 2004, cuando se le otorga, por medio del ex ministro socialista Jack Lang, la medalla de mayor prestigio nacional, su respuesta es emocionante: «Esta medalla debes entregarla a mis muertos en el campo de concentración, porque ellos me han dado todas las palabras que escribo».
     Destaca también como poeta y cineasta. Debuta en el cine con «El cercado», que es además el título de un poema extenso, y sigue con «El otro Cristóbal», ambos premiados en el Festival de Cannes. «El paso del Ebro» completa el trío de largometrajes. Otra media docena de proyectos se esfuma en el mercado ruidoso.
     Impresionan sus lecturas públicas. Lo vi declamar durante siete horas. Infatigable, con la sola cercanía de un perro que se llamaba Tao, un vaso de agua y los folios lanzados al suelo.
     «Esta cama o diez, veinte, treinta ríos fluyendo de frente pueden devenir canto; es la palabra errante», dice en la contraportada de sus obras nunca completas.

Francisco Javier Irazoki
(Prólogo del libro «Antología poética», de Armand Gatti, publicado por Demipage)