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jueves, 4 de agosto de 2011


Aunque mis distancias con respecto a lo que desde bastante tiempo atrás hace la izquierda de siempre –confiaré en que el lector entiende sin mayores problemas qué es aquello de lo que hablo- son muchas, en este caso romperé una lanza a favor de la actitud asumida, ante el movimiento 15-M, por la mayoría de los militantes de las formaciones políticas afectadas. Con algunas excepciones, las de grupos singularmente puros, dogmáticos y sectarios, hubo una comprensión espontánea de lo que se revelaba de nuevo y de saludable. En su caso se abrió camino un criterio muy pragmático que venía a concluir que, fuesen cuales fuesen las carencias del movimiento emergente, lo que había conseguido dibujaba una realidad claramente preferible a aquello de lo que disponíamos con anterioridad.

Lo que acabo de señalar no me obliga, eso sí, a callar en lo que se refiere a algo importante: creo que algunas de las gentes que ahora me interesan se dejaron llevar en más de un momento por un incipiente paternalismo que aconsejaba explicar a los jóvenes qué es lo que había que hacer. Este espasmo hunde sus raíces, en una de las claves de posible invocación, en una de las presunciones que arrastra mi generación: la que hace de ella una especie de centro ptolemaico en torno al cual se ordenarían todas las demás. Aunque a buen seguro que cargadas de buenas intenciones, muchas de las gentes que ahora me interesan parecieron no tomar nota en plenitud de que algo estaba cambiando de manera notable que nos obligaba a abandonar a marchas forzadas el mundo en el que habíamos vivido.

Valga un ejemplo de lo que quiero decir: en la semana posterior al 15 de mayo recuerdo que me llegó un mensaje que señalaba cómo en determinada ciudad un grupo de profesores de universidad –cargados sin duda, y repito la cláusula, de buenas intenciones- anunció su propósito de acudir a la concentración correspondiente del movimiento 15-M con el objetivo de dar allí sus clases. Mi réplica fue inmediata: ¿no sería preferible que esos profesores asumiesen de buen grado la tarea de acudir a la concentración en cuestión para ser ellos quienes aprendiesen de los jóvenes a los que pretendían dar clases?


Nada será como antes. Ed. Catarata, Madrid,2011

miércoles, 3 de agosto de 2011





...les respondí que a quienes tenían que entrevistar era a los jóvenes que se hallaban, airados, en la calle. (…) Uno de ellos, en la Puerta del Sol, me señaló que acababa de entrevistar a varios jóvenes, y que certificaba que hablaban mucho mejor que Tomás Gómez, el candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid (me permito agregar la sospecha de que no lo hacían peor, por lo demás, que la señora De Cospedal).


Mi admirado amigo José Luis Sampedro adujo que hasta ese momento lo que habíamos hecho era publicar hermosos textos que –no quería engañarse- eran fácilmente absorbibles por el sistema que nos acosa. Ahora de lo que se trataba era, ni más ni menos, de llevar a la práctica nuestras ideas. Y de hacerlo de la mano de los versos de un poeta, Gabriel Celaya, cuyo centenario pasó, semanas atrás, impresentablemente olvidado por la panzuda y talonarizada cultura oficial: “A la calle que ya es hora de pasearnos a cuerpo”.



No me gustaría dejar en el olvido otro factor importante: el trabajo de años, de decenios, de los movimientos sociales críticos y de muchas de las instancias acompañantes. Entiéndase bien lo que quiero decir: sin ese trabajo lo ocurrido el 15 de mayo y en las jornadas posteriores hubiera sido literalmente impensable, algo que por sí solo nos invita a concluir que no nos equivocábamos cuando, como hormiguitas, seguíamos acumulando alimento para el futuro. Durante años me he visto repetidas veces obligado a subrayar, en un terreno afín, que nuestros movimientos sociales críticos maduraban sin alharacas, poco a poco, poniendo semillas. Al respecto, y en singular, habían conseguido dejar atrás el relativo trauma de las manifestaciones contra la guerra de Irak de 2003, cuando una ilusión óptica hizo que tantos pensasen que se estaba produciendo un cambio radical, y para bien, en la percepción popular de hechos complejos: muchos activistas aprendieron entonces que las manifestaciones masivas son tan estimulantes como engañosas, o lo son al menos si por detrás no hay un trabajo activo en la base de la sociedad. Ojo que no estoy dando por cierto que hemos resuelto el problema correspondiente: me estoy limitando a certificar que esos denostados movimientos sociales de los que hablo han sido vitales para generar el escenario en el que ha cobrado cuerpo el proceso iniciado el 15 de mayo.
Debo referirme, eso sí, a la otra cara de la cuestión: si la presencia y la acción de los movimientos sociales es decisiva para dar cuenta de lo ocurrido, esto último, lo ocurrido, refleja al tiempo las carencias en las estrategias desplegadas por aquéllos. A menudo lastrados por una preocupante falta de imaginación y por problemas graves a la hora de evaluar lo que ocurría en unos u otros sectores de la población, los movimientos sociales tienen que reflexionar seriamente sobre sus carencias, siquiera sólo sea a efectos de calibrar por qué otros, más sensibles y hábiles, y bien que muy próximos, han sido capaces de aprovechar, para conducirnos a un escenario nuevo, el cauce por ellos abierto.



En la tarde del jueves 19 de mayo, entre las carpas de Sol, encontré a un amigo argentino. Llevaba a hombros a su hija, Tania, a la que en mi impericia calculo cinco o seis años de edad. Me contó –el amigo- que camino de la acampada la niña le había preguntado qué hacían todos aquellos jóvenes allí. El padre explicó, escueta pero certeramente, que se hallaban muy enfadados con todo lo que estaba pasando. Al llegar, la niña deambuló un rato entre las carpas y dijo: “Y si están tan enfadados, ¿por qué parecen todos tan contentos?”.



Esos caminos pasan siempre por la generación de espacios de autonomía en los que se hagan valer reglas del juego diferentes de las que impone el sistema que padecemos, por la autogestión y por un franco recelo en lo que se refiere a las presuntas virtudes del crecimiento y del consumo. Da en el clavo al respecto el proverbio que Ramón Fernández Durán cita en uno de los libros que hoy presentamos. Reza así: “Lo primero que hay que hacer para salir del pozo es dejar de cavar”.

Nada será como antes. Ed. Catarata, Madrid,2011