sábado, 26 de marzo de 2011

Armand Gatti

ARMAND GATTI: AUSCHWITZ TRANSFORMADO EN ALFABETO



     Armand Gatti (Mónaco, 1924) es el creador que ha dado una respuesta contundente a la pregunta angustiosa del filósofo alemán Theodor Adorno: ¿Es posible la poesía después de Auschwitz?
     Gatti abandona los estudios que cursaba en un seminario y, a los diecisiete años, se enrola en la resistencia contra el nazismo. Forma parte de un maquis donde un libro de poemas de Arthur Rimbaud o Henri Michaux tiene más importancia que la pistola compartida entre varios milicianos. Cae prisionero en un campo de concentración, lo condenan a muerte (sentencia incumplida por tener Gatti menos de dieciocho años), es deportado a Alemania y recorre mil quinientos kilómetros en su huida a pie. Participa como paracaidista en los combates de liberación. Cuenta las humillaciones sufridas cuando, acabada la guerra, hace algún gesto humano a un grupo de hombres derrotados.
     En la posguerra, sus reportajes en diferentes medios (Parisien Libéré, Paris-Match, France Observateur, L’Express) impactan, y en 1954 recibe el premio Albert-Londres. Deja el periodismo cuando su prestigio es grande. Así explica a Marc Kravetz por qué elige la dramaturgia: «No sé si imaginas lo que puede ser una representación teatral en un campo de concentración, los riesgos que supone, el compromiso que implica. Un día, un grupo de judíos lituanos y polacos montaron una pieza. Comenzaba con una larga salmodia, una suerte de oración murmurada, y, de repente, interrupción: «Ich bin» («Yo soy»). Y continuaba el murmullo. De nuevo: «Ich bin». Y la oración. «Ich bin». Era el final. Los deportados-espectadores habían seguido en un silencio extraordinario, un verdadero fervor. He guardado un recuerdo muy fuerte de esa representación. Los políticos deseaban que el grupo modificase el texto. Proponían: Ich bin, Ich war, Ich werde sein (yo soy, yo era, yo seré). Pensaban que de esa manera el mensaje sería más claro; los actores no cedieron. «Ich bin».
     Apadrinado por Henri Michaux, Erwin Piscator y Jean Vilar (director del Teatro Nacional Popular y uno de los pilares de la dramaturgia francesa del siglo XX), Armand Gatti desarrolla una obra amplia. Cincuenta piezas: «El niño-rata», «Canto público ante dos sillas eléctricas», «Los trece soles de la calle Saint-Blaise», «La mitad del cielo y nosotros», «El caballo que se suicida por el fuego», «Crucifixión mestiza», «Ópera con título largo»…
     Pero a Gatti no le interesan los directores de escena y actores profesionales, tampoco el teatro como género comercial. Pone su obra en manos transgresoras. Uno de los textos, «La pasión del general Franco», provoca la ira del gobierno dictatorial español y queda prohibido en la Francia democrática cuyo ministro de Cultura es André Malraux. Gatti lía los bártulos y se marcha a Alemania (1969-1971). Sin embargo, no guarda rencor: «Tenemos (Malraux y Gatti) dos cosas muy fuertes en común: por una parte, somos los únicos en llamar esperanza a la guerra (civil) de España; por otra parte, vemos la cultura como una catedral».
     En Bélgica, en 1972, más de cien tractores, coches, camiones y remolques ocupan el espacio de la creación colectiva sobre la reforma agraria y, tres años después, en Montbéliard, propone a los obreros de Peugeot una «escritura plural» donde quedan representadas siete naciones de inmigrantes. Empieza entonces a trabajar con los excluidos del lenguaje: parados, drogadictos, prisioneros, proscritos. «Hemos nacido de la agonía de una estrella», escribe. Pero añade: «A pesar de todo, la tierra vencida da estrellas». Esos hombres aprenden a interrogarse sobre la identidad (¿quién soy?, ¿a quién me dirijo?), someten sus cuerpos a la disciplina (prácticas de kung-fu), estudian durante meses el significado de los textos, y al final gritan la palabra: «Pero que no debe pararse en el suelo (lugar de la caída). Nuestro palotes, cuando devienen caligrafías, deben atravesar la capa de los muertos rusos, cobayas anunciadoras de todos los exterminios, la capa de los muertos industriales, la capa de los niños que encuentran todos a un anciano que pudiera morir a su lado. Debemos ir más lejos. Tener el coraje del légamo, el coraje de la roca, el coraje del cuarzo, el coraje de la resina y el del archaeopteryx en su provocadora y continua juventud geológica. Debemos atravesar, de una sola plumada en búsqueda, las tumbas de escamas, de conchas de hipocampo, de ámbar, y las primeras reflexiones del hueso que quiere convertirse en ala».
     Toda la tribu se instala en los suburbios de las grandes ciudades (París, Marsella, Estrasburgo) o en la cárcel de Fleury-Mérogis, y allí difunde Gatti su escritura barroca y potente por la que desfilan el filósofo Giordano Bruno, el matemático Évariste Galois (fundador de la teoría de los grupos), muerto en duelo a los veinte años, el revolucionario Carlo Cafiero, el poeta Velimir Khlebnikov, el astrónomo Johannes Kepler, el anarquista Néstor Makhno, o el lógico Jean Cavaillès, ejecutado en la Segunda Guerra Mundial. Son piezas muy largas; en ocasiones abarcan veinte horas divididas en varios días de representación.


Dad a los hombres
                   y a sus imágenes
                                  su única dimensión habitable
                                                               LA DESMESURA

     La gran belleza formal de las obras incluye artes marciales. Los pronombres personales barren todo rastro de psicología. El escenario es casi siempre una excusa para remover la memoria de su experiencia en el campo de concentración. Y para las apariciones de una ballena y Augusto Gatti, el barrendero libertario asesinado, padre del escritor.
     En la trayectoria final, Armand Gatti se ha adentrado en la ciencia. Usa referencias de la física cuántica de Max Planck y de las matemáticas modernas para que sirvan a la causa de los desposeídos. Ha sido importante su encuentro con el físico Francis Bailly, con quien mantiene un intenso diálogo intelectual.
     El gobierno francés le concede el Premio Nacional de Teatro (1988). Y después, en 2004, cuando se le otorga, por medio del ex ministro socialista Jack Lang, la medalla de mayor prestigio nacional, su respuesta es emocionante: «Esta medalla debes entregarla a mis muertos en el campo de concentración, porque ellos me han dado todas las palabras que escribo».
     Destaca también como poeta y cineasta. Debuta en el cine con «El cercado», que es además el título de un poema extenso, y sigue con «El otro Cristóbal», ambos premiados en el Festival de Cannes. «El paso del Ebro» completa el trío de largometrajes. Otra media docena de proyectos se esfuma en el mercado ruidoso.
     Impresionan sus lecturas públicas. Lo vi declamar durante siete horas. Infatigable, con la sola cercanía de un perro que se llamaba Tao, un vaso de agua y los folios lanzados al suelo.
     «Esta cama o diez, veinte, treinta ríos fluyendo de frente pueden devenir canto; es la palabra errante», dice en la contraportada de sus obras nunca completas.

Francisco Javier Irazoki
(Prólogo del libro «Antología poética», de Armand Gatti, publicado por Demipage)

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