Ayer estuve muerto,
supino, agazapado entre las voces
del día. Me llamaron de repente
-fue ayer-, querían verme
en mi costado de costumbre,
en mi turbia silueta de persona diaria.
Ya les dije: he muerto y me parece
que esta tarde no estoy en mi indumento
ni en mi risa,
disculpadme.
Ayer estuve muerto hasta la cena.
Me morí como siempre
de un dolor pequeñito en el recuerdo,
de esas nubes tenaces, de esas lloviznas crónicas
que encharcan mansamente las rayas de mi mano,
haciéndose más grandes y más grises
según transcurre el día por medio de mi cara.
Bien sé que es poco lo que cuento y que, no obstante,
es mucho,
y que es incómodo
morirse a cada instante, y que a este paso,
si no pongo remedio,
dejarán de llamarme los amigos.
Ayer me di a la sombra, perdonadme.
Yo quisiera llover. Demipage, Madrid, 2010
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