jueves, 28 de octubre de 2010

VIAJES A LA PIEDRA



AL IGUAL QUE EL TOPO y la astilla, conocí el dolor, me aparté y fui a hablar a una piedra.
Estaba en el abrigadero de las acacias, cerca de un arroyo por donde iba la sangre nocturna de las comadrejas, y a veces debía extraerla de su sepulcro de hojarasca. Era muy liviana, tenía el color verdoso, las dimensiones de mis manos y una rugosidad fresca que los dedos rozaban con lentitud.

En los meses de calor, la piedra recibía mis palabras desde su escondite, protegida por el forraje y unas hormigas que escuchan el desengaño. Los insectos transportaban el dolor o lo despeñaban por las hendiduras del heno, y yo sentía gran alivio cuando esa pena tocaba un suelo duro. En los días de nieve, la piedra me esperó sobre una superficie despejada, antes de ser cubierta de blanco, y sorbió mi aliento mientras dije la congoja.

El niño que fui se transformó en sus viajes a la piedra. La palabra obtuvo una respuesta y, tras algún esfuerzo, mi frente segregaba un líquido mezclado con polvo de losa. También la lágrima contenía sustancias minerales compactas. Moví la cabeza, el torso y los brazos con sonido de roca, y todas las partes del cuerpo quedaron enfundadas en la materia de una piedra que nunca volveré a ver fuera de mí.







Los hombres intermitentes. Hiperión, Madrid, 2006

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